miércoles, 28 de febrero de 2018

Tolkien sobre el matrimonio

6-8 de marzo de 1941
Querido Michael,
El trato de un hombre con las mujeres puede ser puramente físico -en realidad, ello no es posible, por supuesto: pero quiero decir que puede negarse a tener otras cosas en cuenta, con gran daño para su alma (y su cuerpo) y también para los de ellas-; o «amistoso»; o puede ser un «amante» (comprometiendo y mezclando todos sus afectos y potencias de mente y cuerpo en una compleja emoción poderosamente coloreada y animada por el «sexo»). Ésta es una palabra desvalorizada. La confusión del instinto sexual es uno de los principales síntomas de la Caída.
La palabra ha ido «yendo a peor» a lo largo de las edades. Las variadas formas sociales se mudan, y cada nuevo modelo tiene sus peligros especiales; pero el «duro espíritu de la concupiscencia» ha recorrido todas las calles y ha estado agazapado socarrón en cada casa desde la caída de Adán. Dejaremos a un lado los resultados «inmorales». No tienes deseos de ser arrastrado a ellos. No tienes vocación por la renunciación. ¿La «amistad» entonces? En este mundo caído la «amistad» que tendría que ser posible entre todos los seres humanos es virtualmente imposible entre hombre y mujer. El diablo es infinitamente engañoso, y el sexo es su tema favorito. Es tan hábil para atraparte mediante motivaciones generosas, románticas o tiernas como mediante otras de naturaleza más baja y animal. Esta «amistad» ha sido intentada con frecuencia: una parte o la otra casi siempre fracasa. Más tarde en la vida, cuando el sexo se enfría, puede ser posible. Puede ocurrir entre santos. Entre la gente ordinaria rara vez se produce: dos mentes que tienen realmente una afinidad primordialmente mental y espiritual pueden residir por accidente en un cuerpo masculino y en un cuerpo femenino, y sin embargo desear y lograr una «amistad» del todo independiente del sexo. Pero nadie puede contar con ello. Una parte o la otra casi con toda seguridad traicionará «enamorándose». Pero un hombre joven (por lo general) no necesitará en realidad «amistad» con una mujer, aun cuando así lo diga. Hay muchos hombres jóvenes (por lo general). Cada uno de ellos necesita el amor, inocente y sin embargo quizás irresponsable. ¡Ay! ¡Ayí ¡Que el amor es siempre pecado!, como lo dijo Chaucer. Además, si es cristiano y es consciente de que el pecado existe, querrá saber qué puede hacer al respecto.
En nuestra cultura occidental la tradición caballeresca romántica es todavía fuerte, aunque, como producto del cristianismo (de ningún modo lo mismo que la ética cristiana), los tiempos le son enemigos. Idealiza el «amor» y, por tanto, puede ser muy buena, pues tiene en cuenta mucho más que el placer físico, y abraza, si no la pureza, al menos la fidelidad y, por consiguiente, la autonegación, el «servicio», la cortesía, el honor y la valentía. Su debilidad es, por supuesto, que empezó como un juego cortesano artificial, una manera de gozar del amor por sí mismo sin referencia (y en verdad opuesto) al matrimonio. Su centro no era Dios, sino unas Deidades imaginarias: el Amor y la Señora. Tiende todavía a hacer de la Señora una especie de estrella conductora o divinidad; la divinidad es equivalente a la mujer amada, el objeto o la razón de la conducta noble. Esto es, por supuesto, fácil y, en el mejor de los casos, un artificio. La mujer es otro ser humano caído con el alma en peligro. Pero combinado y armonizado con la religión (como lo fue hace mucho, dando lugar a esa bella devoción a Nuestra Señora, modo en que Dios refinó en gran parte la grosería de nuestra naturaleza masculina y también dio calor y colorido a nuestra tosca y amarga religión) puede ser muy noble. Por tanto, produce todavía en los que retienen algún vestigio de cristianismo lo que se considera el más alto ideal de amor entre el hombre y la mujer. Sin embargo, aun así considero que tiene sus riesgos. No es del todo verdadero y tampoco es del todo «teo-céntrico». Evita, o cuando menos en el pasado ha evitado, que el hombre joven vea a las mujeres tal como son: como compañeras de naufragio, no como estrellas conductoras. (Uno de los resultados es que el nombre joven se vuelve cínico con la observación de la realidad.) Olvida los deseos, las necesidades y las tentaciones que ellas tienen. Inculca una exagerada noción del «verdadero amor», como fuego venido desde fuera, una exaltación permanente, sin relación con la edad, la parición de hijos y la vida cotidiana, y sin relación tampoco con la voluntad y los objetivos. (Una de las consecuencias de esto es que los jóvenes busquen un «amor» que los mantenga siempre abrigados y confortables en un mundo frío, sin esfuerzo alguno de su parte; y el romántico empedernido se empeña en seguir buscando aun en la lobreguez del tribunal de pleitos matrimoniales.)
Las mujeres, a decir verdad, no tienen mucha parte en esto, aunque; suelen utilizar el lenguaje del amor romántico, pues está muy entrelazado con todos nuestros usos idiomáticos. El impulso sexual vuelve a las mujeres (naturalmente, cuanto menos corrompidas, más generosas) comprensivas o deseosas de serlo (o aparentarlo), y dispuestas a participar en la medida de lo posible de todos los intereses del hombre joven por el que se sienten atraídas, desde todos los vínculos hasta la religión. No hay necesariamente intento de engaño: sólo se trata de mero instinto, el oficioso instinto de la compañera, generosamente estimulado por el deseo y la sangre joven. Llevadas de este impulso, de hecho a menuda pueden llegar a obtener una notable penetración, aun de cosas que por lo demás les son ajenas: pues es don que les pertenece ser receptivas, estimuladas, fertilizadas (no sólo en el sentido físico) por el hombre. Todos los maestros lo saben. Qué rápido puede aprender una mujer inteligente, captar sus ideas, ver su punto de vista... y cómo (con raras excepciones) no pueden ir más allá cuando son dejadas de su mano o no tienen ya interés personal en él. Pero éste es su camino natural al amor. La mujer joven, antes de saber dónde se encuentra (y mientras el romántico hombre joven, cuando existe, todavía suspira), puede de hecho «enamorarse». Lo que para ella, una mujer joven natural, significa que: quiere ser la madre de los hijos del hombre joven, aunque ese deseo de ningún modo le resulta claro o explícito. Y entonces muchas cosas ocurren; y pueden ser muy dolorosas y dañinas, si no van bien. En particular si el hombre joven sólo quería una estrella conductora y una divinidad temporarias (hasta que unce su carro a otra más brillante) y estaba meramente disfrutando del halago de la simpatía sazonada con el estremecimiento del sexo: todo muy inocente, por supuesto, y a mundos de distancia de la «seducción».
Es posible encontrar en la vida (como en la literatura) mujeres que son ligeras o aun sencillamente veleidosas; no me refiero al coqueteo, el ensayo del verdadero combate, sino a las mujeres que son demasiado tontas como para tomarse en serio el amor o que son tan depravadas como para disfrutar las «conquistas» o incluso hacer daño; pero éstas son anomalías, incluso cuando las falsas enseñanzas, la mala crianza y la corrupción de las costumbres puedan alentarlas. Aunque las condiciones modernas han alterado mucho las circunstancias femeninas y el detalle de lo que se considera correcto, no han alterado el instinto natural. El hombre tiene su vida de trabajo, una carrera (y amigos de sexo masculino), todo lo cual podría (y puede, si tiene alguna agalla) sobrevivir al naufragio del «amor». Una mujer joven, aun «económicamente independiente» como dicen ahora (lo cual realmente significa subordinación económica a un empleador masculino en lugar de subordinación a un padre o a una familia), empieza a pensar en el ajuar y a soñar con el hogar casi inmediatamente. Si se enamora realmente, el naufragio puede significar irse en verdad a pique. De cualquier modo, las mujeres son en general mucho menos románticas y más prácticas. No te engañes por el hecho de que sean verbalmente más «sentimentales», más predispuestas a prodigar «queridos», y todo eso. No necesitan una estrella conductora. Suelen idealizar a un joven corriente convirtiéndolo en héroe; pero no les hace falta en verdad semejante hechizo para enamorarse o seguir enamoradas. Si tienen alguna ilusión es que pueden «reformar» a los hombres. Pueden ir al encuentro de un canalla con los ojos abiertos, y aun cuando la ilusión de reformarlo fracasa, lo siguen amando. Son, por supuesto, mucho más realistas sobre la relación sexual. A no ser que estén pervertidas por las malas costumbres contemporáneas, por lo general no dicen «obscenidades»; no porque sean más puras que los hombres (no lo son), sino porque no les parece gracioso. He conocido algunas que pretenden hacerlo, pero sólo se trata de una pretensión.
Quizá les parezca intrigante, interesante, absorbente (aun demasiado absorbente); pero resulta del todo natural, un serio interés evidente de por sí. ¿En qué consiste la broma?
Tienen que ser, por supuesto, aún más cuidadosas con las relaciones sexuales, a pesar de todos los anticonceptivos. Los errores son peligrosos física y socialmente (y maritalmente). Pero cuando no están corrompidas son por instinto monógamas. Los hombres no lo son .... Es en vano fingirlo. Sencillamente no lo son según su naturaleza animal. La monogamia (aunque desde hace ya mucho es fundamental en relación con nuestras ideas heredadas) es para nosotros los hombres una cuestión de ética «revelada» de acuerdo con la fe, no con la carne. Cada uno de nosotros podría, en los 30 años aproximadamente que disponemos de plena virilidad, engendrar saludablemente algunos centenares de hijos sin dejar de gozar el proceso. Brigham Young (creo) era un hombre sano y feliz. Éste es un mundo caído, y no hay consonancia entre nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestras almas.
Sin embargo, la esencia de un mundo caído consiste en que lo mejor no puede obtenerse mediante el libre gozo o mediante lo que se llama «autorrealización» (por lo general, un bonito nombre con que se designa la autocomplacencia, por completo enemiga de la realización de otros «autos»), sino mediante la negación y el sufrimiento. La fidelidad en el matrimonio cristiano implica una gran mortificación. Para el hombre cristiano no hay escape. El matrimonio puede contribuir a santificar y dirigir los deseos sexuales a su objetivo adecuado; su gracia puede ayudarlo en la lucha; pero la lucha persiste. No lo satisfará, del mismo modo que el hambre puede mantenerse alejada mediante comidas regulares. Ofrecerá tantas dificultades para la pureza propia de ese estado, como procura alivios. No hay hombre, por fielmente que haya amado a su prometida y novia cuando joven, que le haya sido fiel ya convertida en su esposa en cuerpo y alma sin un ejercicio deliberadamente consciente de la voluntad, sin autonegación. A muy pocos se les advierte eso, aun a los que han sido criados «en la Iglesia». Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo escuchado. Cuando el hechizo desaparece o sólo se vuelve algo ligero, piensan que han cometido un error y que no han encontrado todavía la verdadera compañera del alma. Con demasiada frecuencia la verdadera compañera del alma es la primera mujer sexualmente atractiva que se presenta. Alguien con quien podrían casarse muy provechosamente con que sólo... De ahí el divorcio, que procura ese «con que sólo». Y por supuesto, por lo general tienen razón: han cometido un error. ¡Sólo un hombre muy sabio al final de su vida podría decidir atinadamente con quién podría haberse casado con más provecho entre el total de oportunidades posibles! Casi todos los matrimonios, aun los felices, son errores: en el sentido de que casi con toda certeza (en un mundo más perfecto, o incluso, con un poco más de cuidado, en este tan imperfecto) ambos cónyuges podrían haber encontrado compañeros más adecuados. Pero el «verdadero compañero del alma» es aquel con el que se está casado de hecho. Es muy poco lo que escoge uno mismo: la vida y las circunstancias lo hacen casi todo (aunque si hay un Dios, éstas deben de ser Sus instrumentos o Sus apariciones). Es evidente que, de hecho, los matrimonios felices son más corrientes cuando la «elección» de los jóvenes está aún más limitada por la autoridad parental o familiar, con tal de que exista una ética social que determine la responsabilidad y la fidelidad conyugales. Pero aun en los países donde la tradición romántica ha afectado las disposiciones sociales al punto que la gente cree que la elección de un compañero es exclusiva incumbencia de los jóvenes, sólo la más feliz de las suertes reúne al hombre y la mujer que están, por decirlo así, mutuamente «destinados», y son capaces de un amor grande y profundo. La idea todavía nos deslumbra, nos coge por el cuello: se han escrito sobre el tema una multitud de poemas e historias, más, probablemente, que el total de tales amores en la vida real (sin embargo, los más grandes de esos cuentos no nos hablan del feliz matrimonio de esos grandes enamorados, sino de su trágica separación; como si aun en esta esfera lo en verdad grande y profundo en este mundo caído sólo se lograra por el «fracaso» y el sufrimiento). En este gran amor inevitable, a menudo amor a primera vista, tenemos un atisbo, supongo, del matrimonio tal como habría sido en un mundo que no hubiera caído. En éste tenemos como únicas guías la prudencia, la sabiduría (rara en la juventud, demasiado tardía en la vejez), la limpieza de corazón y la fidelidad de voluntad ....
Mi propia historia es tan excepcional, tan errónea e imprudente en casi cada uno de sus puntos, que dificulta el consejo de la prudencia. No obstante, los casos difíciles no fundamentan una buena legislación; y los excepcionales no son siempre buenas guías para los demás. Por lo que pueda valer, he aquí algo de mi autobiografía, en esta ocasión sobre todo concentrada en los puntos de la edad y las finanzas.
Me enamoré de tu madre aproximadamente a los 18 años. De manera del todo genuina, como ha quedado demostrado, aunque, por supuesto, defectos de carácter y temperamento han sido causa de que a menudo cayera por debajo del ideal con que había empezado. Tu madre era mayor que yo, y no era católica. Hecho del todo desafortunado, según opinión de un tutor. Y fue, en cierto sentido, muy desafortunado; y, en cierto modo, malo para mí. Estas cosas son absorbentes y agotadoras. Yo era un muchacho listo que se estaba esforzando por obtener una (muy necesitada) beca para Oxford. Las tensiones sumadas estuvieron a punto de producirme un peligroso quebrantamiento. Obtuve un resultado mediocre en los exámenes y aunque (como me lo dijo después mi rector) debería haber conseguido una buena beca, sólo logré por un pelo una muy pobre en Exeter, de £60; justo lo suficiente, junto con otra beca del mismo monto que conseguí al abandonar la escuela, como para ingresar en la universidad (ayudado por mi antiguo querido tutor). Por supuesto, había un aspecto positivo, que el tutor no pudo percibir con igual facilidad. Yo era inteligente, pero no industrioso ni me concentraba con exclusión de todo otro propósito; gran parte de mi fracaso fue consecuencia sencillamente de falta de trabajo (al menos en lo que a los clásicos respecta), no de que estuviera enamorado; además, estaba estudiando otra cosa: el gótico y qué sé yo qué más. Como tenía una formación romántica, hice de las relaciones entre un muchacho y una joven un asunto serio y lo convertí en fuente de esfuerzo. Por naturaleza más bien cobarde físicamente, pasé de ser un conejo despreciado de un equipo de segunda categoría de la facultad, a defender las insignias de la escuela en dos temporadas. Todo ese tipo de cosas. Sin embargo, se planteó el problema: tenía que elegir entre desobedecer y hacer sufrir (o engañar) a un tutor que había sido un padre para mí, más que la mayoría de los verdaderos padres, pero sin obligación alguna, o abandonar el asunto amoroso hasta que tuviera 21 años. No lamento mi decisión, aunque fue muy duro para mi enamorada. Pero ello no fue por culpa mía. Era perfectamente libre y ningún voto la unía a mí, y no me habría quejado (salvo de acuerdo con el código romántico irreal) si se hubiera casado con otro. Durante casi tres años no vi ni escribí a mi amada. Fue extraordinariamente difícil, doloroso y amargo, sobre todo al principio. Los efectos no fueron del todo buenos: recaí en la locura y el ocio y desperdicié gran parte del primer año pasado en la universidad. Pero creo que nada habría justificado el matrimonio sobre la base de un amor juvenil; y probablemente ninguna otra cosa habría fortalecido la voluntad lo bastante como para dar permanencia a un amor semejante (por genuino que fuera este amor verdadero). La noche de mi vigésimo primer cumpleaños le escribí otra vez a tu madre: el 3 de enero de 1913. El 8 de enero volví a ella, nos comprometimos y di noticia de ello a una asombrada familia. Recogí mis calcetines y trabajé un poquillo (demasiado tarde para salvar del desastre las Hon. Meds.; luego, al año siguiente, estalló la guerra, mientras tenía todavía por delante un año en la universidad. En aquellos días los muchachos se ofrecían como volúntanos, de lo contrario se los despreciaba públicamente. Era ésa una posición desagradable, especialmente para un joven de mucha imaginación y escaso coraje físico. No había obtenido grado alguno; no tenía dinero; estaba prometido. Soporté el vilipendio y, al volverse explícitas las sugerencias de mis parientes, velé y obtuve Honores de Primera Clase en los exámenes finales de 1915. En julio de ese mismo año fui empujado al ejército. La situación me resultó intolerable y me casé el 22 de marzo de 1916. Mayo me sorprendió cruzando el Canal (todavía guardo los versos que escribí en esa ocasión) a tiempo para la carnicería del Somme.
¡Piensa en tu madre! Sin embargo, no creo ahora ni por un momento que estuviera haciendo más de lo que se le habría podido pedir; tampoco que ello le reste mérito. Yo era un hombre joven con un grado universitario medio, capaz de escribir en verso, propietario de unas pocas libras menguantes p.a. (£ 20-40), y sin perspectivas, un subteniente de infantería a 7/6 por día, donde las oportunidades de sobrevivir eran muy escasas (como subalterno). Se casó conmigo en 1916 y John nació en 1917 (concebido y cargado durante el año de hambruna de 1917 y la gran campaña de submarinos alemanes), cuando la batalla de Cambrai, tiempo en el que el fin de la guerra parecía tan remoto como lo parece ahora. Vendí mis últimas acciones sudafricanas, «mi patrimonio», para cubrir los gastos de la maternidad.
Desde la oscuridad de mi vida, tan frustrada, pongo delante de ti lo que hay en la tierra digno de ser amado: el Santísimo Sacramento .... En él hallarás el romance, la gloria, el honor, la fidelidad y el verdadero camino a todo lo que ames en la tierra, y más todavía: la Muerte; mediante la divina paradoja, esa que pone fin a la vida y exige el abandono de todo y, sin embargo, mediante el gusto (o el pregusto) de aquello por lo que sólo puede mantenerse lo que se busca en las relaciones terrenas (amor, fidelidad, alegría) o captar la naturaleza de la realidad, de la eterna resistencia que desea el corazón de todos los hombres.

viernes, 23 de febrero de 2018

Con tal de que no haya terceros…


Jack Tollers

Así decía el Anónimo Normando, en un comentario a la entrada anterior: en la concepción católica dominante de nuestro tiempo, si hay una separación de cónyuges casados, pero ninguno comete adulterio… pues entonces no hay pecado y entonces, todo está bien. Así llegamos, dice él, como consecuencia de reducir nuestra santa religión a la moral, la moral a lo sexual y (añado yo) lo sexual a lo genital. 
Así, separados (si es posible, en buenos términos), se arregla todo. 

Y la realidad, lo que nadie denuncia, es que las cosas son exactamente al revés. El insigne C.S. Lewis alguna vez definió a la guerra como “el empeoramiento de todo” (y de eso sabía, como que había vivido dos guerras mundiales, una como combatiente, la segunda como civil). 
Efectivamente, bien pensadas las cosas, la guerra es “el empeoramiento de todo”: más violencia, más injusticia, más frío, más hambre, más violaciones, más viudas, más viudos, más pobreza, desarraigos, tristezas sin cura,  etcétera, etcétera. Con la guerra no mejora nada y todo empeora. 
Pues bien, la separación de los cónyuges (por “civilizados” que sean sus términos, por higiénicos que se muestren los separados, por mucho que no haya adulterio), es, no cabe duda, el empeoramiento de todo. Y para hacerme entender, me veo obligado a recurrir a una metáfora (o parábola, si se escribiese de otro modo, que yo no sé). 
La familia es como un barco botado por un astillero muy acreditado: se llama “santo sacramento del matrimonio”, qué se creen ustedes. Ahora bien, ninguna embarcación de ningún tipo puede ser gobernado democráticamente, tiene que haber un jefe y ése es el pater familias, el capitán. 
¿Y bien? Pues por bueno que sea el capitán, tampoco se puede arreglar solo, necesita el concurso de la contramaestre, una señora que, si bien no manda sobre el capitán (donde manda capitán, no manda marinero), sabrá cómo arreglárselas para corregir rumbos equivocados y atenuar el rigor del capitán con la tripulación, además de sí mandar sobre el resto de la tripulación, además de ocuparse de la cocina y un sinfín de menesteres que parecen pequeños, pero que no lo son, ni en un millón de años. 
Y luego, claro, está la tripulación que son los hijos (cuando no sumamos, los yernos, las nueras, los nietos y a veces algún que otro agregao como había antes en las viejas estancias argentinas). 
En la Escritura (y en todas partes) el mar siempre ha representado el mundo, un mar de a ratos apacible, frecuentemente revuelto, con corrientes traicioneras y cada tanto, protagonista de tremendas tormentas que pondrán a prueba a todo el mundo—especialmente al capitán (off topic: ¡qué bueno es Conrad describiendo esta clase de cosas!), y un buen capitán será aficionado a la botella, cómo no, pero cuando las procelosas aguas del mar se rebelan tan seriamente tendrá que dejar eso momentáneamente, empleado como estará en tratar de sobrevivir (y hacer sobrevivir a todos los que están a bordo), a la tremenda tempestad.
Así está el mundo en los días que corren y así está el barco de cualquier familia en los días que corren y así está el capitán, y así se siente la contramaestre, y así lo sufren los tripulantes. 
Pero, claro, las cosas siempre se pueden poner peor: supongamos que la tripulación amenace con un amotinamiento (el diablo sugiere eso, siempre, a toda hora), justo en medio de la tormenta. Y que, para peor, la contramaestre parece muy inclinada a sumarse a ese amotinamiento (la esposa que quiere más a sus hijos que a su marido, je, o que por lo menos siempre parece estar poniéndose de su lado en contra del marido), y la tormenta que no sólo se muestra bravísima, sino que es larga, muy larga, sin dar respiro…
Entonces el capitán puede verse tentado, muy tentado de tomarse el buque… este, no…, digo, tomarse el olivo, subirse a un salvavidas y que los amotinados se arreglen: total, si no lo quieren a él, si lo tienen por un inútil, si no quieren reconocer su autoridad, ¿para qué se va a quedar en ese barco de los mil demonios en el que todo parece andar tan mal?
Pues amigos, ese capitán está pensando mal porque eso sería el empeoramiento de todo.
Por lo pronto para él mismo: ¿qué le asegura que en un miserable bote salvavidas va a sobrevivir en un mar así de revuelto, en medio de una tormenta semejante? ¿Y cómo resistirá el canto de las sirenas? (ni poste tiene el salvavidas para atarse, por lo menos). Y aun cuando sobreviva a todo eso y llegue a tierra y se arme un rancho tranquilo para pasar el resto de sus días en apacible soledad: ¿cómo se perdonará haber abandonado el barco? ¿No era que el capitán es el último en abandonarlo? ¿Qué quedó de su honor, de su dignidad de marino? (Y recuerde que al final de todo, va a haber un Juicio en el Almirantazgo, que no te digo nada).
En cuanto a la contramaestre, ahora sola y a cargo del buque, ¿cómo hará cuando se le amotinen a su vez a ella? ¿Y acaso tiene la pericia, la fuerza, el tesón como para gobernar aquel barco en medio de una tormenta como esa (y que bien puede que se ponga peor, un poco más adelante)?
No, Sr. Capitán: es una mala idea, es el empeoramiento de todo, quédese al mando de su barco, vea como hace para convivir con (aquella insoportable) contramaestre, domine el incipiente motín, piense en el ejemplo que tiene que darle a la tripulación… y a todos, y a todos los demás capitanes que surcan el mar con problemas más o menos igualmente graves, más o menos igualmente insoportables. 
Es cierto que en estas circunstancias—cuando se levantan vientos semejantes, cuando el furor de las olas parecen estar a punto de ahogarnos—Nuestro Señor tiene la desesperante costumbre de quedarse (¿o de hacerse el?) dormido. Pues nada, habrá que despertarlo a fuerza de gritos y conjuros: en algunas traducciones de San Marcos, los aterrorizados discípulos le gritan: “¿No te importa lo que nos pasa?”. 
Mejor eso, cualquier cosa es mejor que bajarse del barco, bajarse de sus responsabilidades, de sus incumbencias específicas, del ejemplo que tenemos que dar…
Ya sé, ya sé que lo que digo resultará durísimo para más de uno que se dirá, “este dice esto, porque no sabe lo que estoy pasando”.
Pero sí sé lo que digo, yo también navego en el mismo mar, con los mismos problemas que todos mis colegas en este dificilísimo oficio de marinería en pleno siglo XXI (y si no, ¿cómo creen ustedes que se me ocurrió escribir este post?). 
Y por las dudas, lo repito, abandonar el barco resultará en el empeoramiento de todo. 
Mejor, despertar al que está “en la popa, dormido sobre un cabezal” (Mc. IV:38).

lunes, 19 de febrero de 2018

Recordando a Olmedo


Alberto Olmedo fue un cómico argentino de cuya muerte se cumplirá dentro de pocos días treinta años. Uno de sus más celebrados personajes era Borges que mantenía con Álvarez (Javier Portales) diálogos disparatados de un humor zafio que en los ’80 era considerado, además, indecente. Una de las historias que contaba recurrentemente era el argumento de un película que le proponía rodar a su amigo: en el comedor de una casa se encuentran almorzando el marido con su mujer, su madre, su hija y el Boby, es decir, el perro. De pronto, entra una banda de forajidos que descuartiza a la madre, mata la mujer, viola a la hija y degüella al Boby. Luego, se acercan al hombre y, de un manotón, le arrebatan el plato de tallarines. Esto lo hace hace reaccionar y en un despliegue de ira, echa a los asesinos de su casa. La historia sigue pero no nos interesa. Lo que el cómico quería mostrar de un modo muy básico y elemental, era la escala de valores con la que se manejaban algunos argentinos de la época: cualquier cosa menos los tallarines. Parece exagerado y sin duda lo es, pero bien pensado, a veces nos manejamos con escalas de valores análogas. 
Hace pocos días, hablando con unos amigos españoles, se me ocurrió preguntarles acerca de la pretendida independencia de Cataluña, esperando una aireada respuesta contra los pertinaces catalanes. Y sí que hubo una respuesta aireada, pero fue contra los españoles, o contra el resto de los españoles, y especialmente contra los católicos, y sobre todo contra los que en este blog hemos siempre llamado neocon, es decir, Opus Dei, Neocatecumenales y otros similares. Y el motivo que ocasiona el enfado de mis amigos es válido, tan válido como el que podría producirnos la conducta del protagonista del guión cinematográfico de Olmedo.
Los católicos neocon apenas si cacarearon pasivamente cuando se impuso la ideología de género en todos los ámbitos de la vida diaria, ¿con qué derecho, entonces, vienen ahora a protestar contra el “derecho” catalán? Pues resulta que si Juan se autopercibe como María, tendrá derecho a ser tratado por tal, con cambio de identidad y cirugías incluidas,  pero si un catalán deja de autopercibirse como español incurre en gravísima herejía y pecado. Valores tan invertidos como los del amante de los tallarines.
No se trata de abogar por la independencia catalana, sino simplemente de mostrar que algo no está funcionando bien en la escala de valores. No tiene mucho sentido declarar la intifada porque se rompe una unidad que hace mucho tiempo dejó de tener sentido. ¿A qué sirve estar unidos bajo la égida de monarcas perjuros y democracias liberales? 
Pasemos a otro ámbito. A principio del siglo XX, San Pío X cambió a su antojo el breviario romano que se perdía en los orígenes de la oración cristiana; en los ‘50, Pío XII cambió los ritos de la Semana Santa que tenían no menos de mil años de antigüedad; pocos años después, bajo un supuesto mandato conciliar, un grupúsculo de eruditos destruyó la misa del rito romano, cuyo núcleo se remontaba a San Gregorio Magno, y la sustituyó por un invento en constante mutación; desde hace décadas el catecismo que se enseña a los niños ha dejado de hablar de Jesús como el Hijo de Dios, de la Trinidad, de la salvación y de la perdición eternas, y de las demás verdades de la fe, y ha reducido nuestra religión a un código de convivencia ciudadana, y desde los ‘70 los misioneros abandonaron sus esfuerzos por convertir a la fe de Cristo a los paganos y se redujeron a ser agentes ecuménicos de cambio social. Todo esto está ocurriendo desde hace mucho y a ojos vista, y nadie, o muy pocos, levantaron la voz. Sin embargo, ahora se armó una batahola porque el papa Francisco autorizó a que los católicos recasados, luego de un brumoso discernimiento, pueden recibir la eucaristía.
Que nos destruyan la liturgia, pase. Qué nos arruinen la fe, pase. Pero eso sí, que no nos toquen la moral sexual. Los tallarines son sagrados. 


Nota bene: Retomo el blog luego de algunos meses de hibernación a los solos efectos de contribuir a la salud mental del Santo Padre. El sábado pasado, La Civiltà cattolica, revista jesuita italiana y órgano oficioso del Papa, publicó el texto integral de la larga conversación que tuvo el pontífice con los jesuitas chilenos durante su viaje al país trasandino. Ante la pregunta acerca de cómo había “discernido” las resistencias encontradas a lo largo de su pontificado, Francisco respondió entre otras cosas: “Hay resistencias doctrinales que ustedes conocen mejor que yo. Por salud mental, yo no leo los sitios de internet de esta así llamada “resistencia”. Sé quiénes son, conozco a los grupos, pero no los leo, simplemente por mi salud mental. Si hay algo grave, me informan para que sepa de qué se trata. Ustedes los conocen… Es un disgusto, pero es necesario seguir adelante”.
- Santo Padre, aquí estamos. Usted nos conoce pero no nos lee, no vaya a ser que le ocasionemos un desequilibrio mental. Mejor así, no sea que después nos culpe de sus psicopatologías, aunque para defendernos conocemos el informe que el P. Kolvenbach presentó a la Congregación de Obispos cuando le consultaron acerca de la conveniencia de nombrarlo a usted obispo auxiliar de Buenos Aires, informe que por lo demás ya es público.