viernes, 29 de julio de 2016

Errare humanum est


por Jack Tollers

San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. 
¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano? 
San Agustín decía esta cosa enorme: que no, que es el error. 
Pero Cristo también lo dijo, en cierto modo: porque Él no dijo: "Yo soy la moral"
No. Él dijo: "Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres."

L. Castellani


Wanderer, estoy preparando mi tercera charla sobre los “Novísimos” y por lo tanto hace bastante tiempo que vengo leyendo y reflexionando sobre el purgatorio (se sorprendería Ud. si viera la vastísima literatura contemporánea—aparte de la Patrística y Medieval—sobre el particular: no puedo parar de leer).
No viene a cuento aquí describirle cómo ni por qué ha ido desapareciendo la noción misma de purgatorio entre los cristianos (especialmente a partir de Vaticano II, aunque el fenómeno es más viejo que eso): me reservo eso para la charla. 
Ahora bien, más allá de las representaciones más conocidas sobre el purgatorio, con demonios y llamas que atormentan a las almas (no enteramente malas, no enteramente buenas—San Agustín dixit); estas almas que pasan por este “estado intermedio” (Newman dixit), representadas a veces como almas en pena que vagan por el mundo (y que a veces obtienen permiso divino para aparecerse a este o a aquel), más allá de la larga lista de metáforas de las que se ha valido la apologética cristiana para hacer entender al pueblo fiel qué cosa es esto del purgatorio y cómo se “purifican” las almas en ese estado—más allá de todo eso, hay cosas más profundas, conceptos quizás más difíciles de aprehender, pero que explican mucho más precisamente esto de que estamos hablando. 
Pongo ejemplo (y aquí también hace falta un mínimo de imaginación): represéntense Ud. y sus lectores como viendo la película de vuestras vidas —eso que Royo Marín llamaba, no tan desacertadamente, “el cine de Dios”. ¿Y bien? En esta película que uno contemplaría desde el purgatorio, uno no sólo vería la propia vida—exterior e interior—con gran detalle e increíble prolijidad: también vería las consecuencias de cada uno de los actos, de cada uno de nuestros pecados. Y comprobaría que las consecuencias de nuestras faltas son, en cierto modo, in-ter-mi-na-bles (para esto véase el capítulo sobre “La Injusticia” allí sobre el final del “Benjamín Benavídes” de Castellani). Como si dijésemos que, instalados en el “cine de Dios”, veríamos cosas terribles en nuestros nietos, y todavía en los bisnietos, cosas que partieron, que se originaron en pecados nuestros, que todo eso sucede, más que nada, por culpa nuestra…
Y no voy a hablar de las consecuencias de nuestros pecados de omisión, porque, Dios mío, eso me excede (porque no me animé a corregir a fulano de tal, mirá lo que pasa ahora), que yo también soy el peor de los pecadores, y que Dios se apiade de mi alma, ay, ay, ay.
Pero en fin, con eso ya tenemos bastante para darnos una idea de qué cosa es el purgatorio. 
Pero yo quería hablar de otra cosa, que es de lo que habla Castellani en el epígrafe que hemos puesto encabezando esta nota: y es esto de que hay algo peor que el pecado y ese algo es el error. Y a poco que uno se ponga a pensar, no es tan difícil de entender, puesto que de un pecado uno se puede arrepentir, de un pecado uno se puede confesar, un pecado se puede expiar, casi siempre se puede reparar (y lo que falta en esa materia, ya lo hizo Jesucristo en la cruz); ahora, un error… resulta considerablemente más difícil de remediar (piensen ustedes en las herejías y los intensísimos esfuerzos intelectuales de los doctores, la cantidad de concilios, documentos magisteriales y no sé yo cuántas cosas más, durante no sé yo cuántos siglos, que resultaron necesarios para corregir estos errores: las herejías, por poner un solo ejemplo, la herejía arriana o la luterana). Y hay algunas que nunca se terminaron de corregir del todo, pese a tanto empeño, durante tantos siglos: la maniquea por ejemplo (Belloc dixit, con gran acierto). 
Y bien mirada la cosa, uno advierte que la Historia de la Iglesia no es sino un enorme esfuerzo por cumplir lo más minuciosamente posible con el mandato de Cristo que constituye el remate del Evangelio San Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (Mt. 28:19-20).
Y es que Cristo conocía bien lo que hay en todo hombre y la inclinación que todos tenemos por distorsionar, por cambiarlo todo por “fábulas de viejas”, por “mejorar” el “depósito de la fe”, caray con el progresismo, que hay algunos cristianos que son más cristianos que Cristo. Y después de todo, los paganos también sabían de esta nuestra debilidad y Virgilio lo dijo mejor que nadie: errare humanum est.
¿Por qué tanta insistencia en todo esto si no? ¿Por qué tantas controversias teológicas, disputas, guerras de religión incluso, si no? Piensen en toda la Patrística, contemplen por junto todos los volúmenes de la Migne, en latín, en griego, y piénsenlo de nuevo. Repasen el índice del Denzinger, lean la historia de los Papas de von Pastor, fíjense en cualquier historia de la Iglesia y no van a encontrar otra cosa que lo que digo: peleas, disputas, enormes controversias intelectuales y finalmente largos y concilios que penosamente llegaban finalmente a definir con toda precisión—en latín, una lengua muerta, cosa de asegurarnos el mínimo riesgo de malinterpretación, a diferencia del último concilio, redactado en un lenguaje “deliberadamente ambiguo” (Kasper dixit)—qué cosas Cristo nos mandó, qué quería decir exactamente, y de allí la multitud de definiciones y, en consecuencia, la multitud de anatemas. 
¿Por qué todo esto? Piénsenlo de nuevo, cristianos moralistas de nuestro tiempo: porque no hay nada importante, porque un error es infinitamente peor que un pecado, porque nuestra salvación está asociada a verdades divinamente reveladas y si ésas se tuercen, si ésas se niegan, si ésas se esconden… ¡Dios mío! No hay remedio posible (o, en todo caso, no será cosa de soplar y hacer botellas, y exigirá siglos). 
Y ya van viendo entonces por qué un error es peor que un pecado: entre otras cosas también por las consecuencias que tiene; y entre otras muchas, la de engendrar infinitos pecados. 
Esto es lo que no entienden los cristianos moralistas de nuestro tiempo: los kukús de toda laya, los sectarios de todos los colores y más que nada, los jesuitas de nuestro tiempo. 
Y de allí el despelote que se armó a partir de Vaticano II en el que no se quería “definir” nada, que no, hombre, que al mundo moderno no le gustan las definiciones, la precisión, que el mundo moderno prefiere la niebla, el masomenismo, el relativismo—vamos, que sólo se trataba de un concilio “pastoral”… y así los pastores se hicieron los perros, ya saben ustedes, y nos rodearon los lobos.
Ahora, hablando de los jesuitas, hablando de este arquetipo de jesuita moralista, de este que se precia de burlarse de los “católicos-denzingerianos”, de este ignorante—de este ejemplo supremo de “pastor pastoral” que se niega a juzgar (cuando esa es, precisamente, su principal incumbencia), de este tipo que no enseña la Religión de Cristo y que se inventó su propia moral ecológica, ecuménica, transexual, anti-capitalista, pro-inmigrante y anti-mafiosa, de este que se ríe de cualquier forma o manifestación de la ortodoxia (que lo del aborto es cosa de poca importancia, que no hay que discriminar a los pederastas, que no hay que reproducirse como conejos, e vía dicendo) de este que no quiso ponerse los zapatitos colorados de Ratzinger, prefiriendo en cambio los suyos, embarrados a fuerza de transitar los barrios periféricos,… ¿qué quieren que les diga?... en razón de las consecuencias que todo esto se trae, y por aquello que les decía al principio de esta nota sobre el purgatorio (y hay cosas peores)…
No querría yo estar en sus zapatos.      

miércoles, 27 de julio de 2016

Credo in unam et sanctam Ecclesiam

“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin a comienzos del siglo XX y, para responder la pregunta , escribió un tratado de acción política con ese título. Y es una pregunta que se habrá hecho también muchas veces el general Franco en 1936 cuando veía que España se caía a pedazos. Y qué hacer nos preguntamos nosotros cuando asistimos con pavor al espectáculo que cada día se presenta a nuestros ojos. 
Nos encontramos en una Iglesia gobernada por un desequilibrado que la está conduciendo rápidamente a la ruina. Basta ver el video de hoy para entender que ese hombre vestido de blanco no está en sus cabales. Y, si escarbamos un poco más y leemos los últimos artículo de Sandro Magister, descubriremos el peligro que se ciñe para fines del mes de octubre y del pavor que asalta a varios cardenales porque no saben qué disparate podrá mandarse Bergoglio cuando “celebre” en Suecia los quinientos años de la Reforma protestante. Ya dio indicios hace algunas semanas cuando afirmó que Lutero “fue una medicina para la Iglesia”. 
Y, si miramos a la Iglesia argentina, nos enteramos que en los últimos meses fueron despedidos de sus puestos sendos rectores de dos seminarios, que cumplían sobradamente con los requisitos de ciencia, piedad y doctrina católica; que tenemos (¡uno más!) un obispo retozón que, con algunos sacerdotes de su diócesis, se permite conductas que, por mandato pontificio, nosotros no somos nadie para juzgarlas; que otro obispo pequeñín y trepador prepara sus valijas para hacerse de la sede archiepiscopal de San Juan; que el fallecido Mons. Di Monte abría la puerta del monasterio de monjitas por él fundado para que los peronistas escondieran parvas de dólares y que en Posadas acaba de ser elegido como vicario general un representante del lumpenaje autóctono.
Nunca más apropiadas las palabras de Chesterton: “Nadie sabe cuán próximos estemos de la muerte o del alba. No estoy seguro de si hago este discurso desde un andamio o un cadalso”. Lo escribía en el G.K.’s Weekly, muchos años antes de la Segunda Guerra Mundial que, tanto él como Belloc, presagiaban frente a las burlas de sus connacionales que creían que Lloyd George, un inútil de corto alcance como otro que ya conocemos, había resuelto para siempre la paz mundial. Frente a mi amigo con el que tomé un café en el bar de la esquina hace unos días, frente a los medios y frente a la gran mayoría del clero y de los fieles católicos, yo tampoco sé si lo que estamos viviendo no es más que una tormenta pasajera como tantas otras, si es pura ilusión de reaccionarios que descubren monstruos detrás de cada puerta o si solamente estamos atentos a los signos de la higuera.
“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin, y también nos preguntamos nosotros. Ya varias veces hemos discutido el tema en este blog. Y la respuesta vuelve a ser siempre la misma: refugiarnos en pequeñas comunidades que, a su vez, se refugian en la Iglesia de siempre, porque todos creemos que la Iglesia no está sólo compuesta solamente por los miserables que hoy se han apoderado de las sedes episcopales y de la misma sede apostólica, sino que la Iglesia también son los santos y doctores que nos precedieron. Maurice Baring, converso en la primera mitad del siglo XX, escribía: “Cada día que pasa, la Iglesia me parece más y más maravillosa; los sacramentos más y más solemnes y sustentadores; la voz de la Iglesia, la liturgia, sus reglas, su disciplina, su rito, sus decisiones en cuestiones de fe y moral, más y más excelentes y profundamente sabias, verdaderas y acertadas, y sus hijos marcados con algo que no tienen los que están fuera de ella. Ahí encontré la Verdad y la realidad, y todo lo que está fuera de Ella es para mí, comparado con Ella, como polvo y sombras”. Ese Iglesia que recibió y en la que vivió Baring, sigue viva no sólo en nuestra memoria sino también en la realidad, porque la Iglesia es universal no sólo en el espacio sino también en el tiempo. 
Hoy más que nunca decimos: Credo in unam et sanctam Ecclesiam.

lunes, 25 de julio de 2016

Sarah y Leticia

El hecho: A comienzo de julio, el cardenal Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, lanzó una bomba. Pidió a los sacerdotes que comiencen a celebrar la misa ad orientem, es decir, en la misma dirección de los fieles, mirando hacia el este, donde se levanta el Sol de Justicia. O bien, como dicen los progres, “de espaldas al pueblo”. Esto sucedió en la conferencia pública que dictó durante el congreso de Sacra Liturgia, en Londres. Allí explicó que ese modo de celebrar está previsto en el novus ordo y que, por tanto, no se necesita ninguna reforma a las rúbricas ni tampoco permiso especial. Todo queda en la voluntad de los sacerdotes. Y fue incluso más allá: propuso que el cambió comience a partir del primer domingo de adviento. 
Por supuesto, las reacciones no se hicieron esperar. Días más tarde, la oficina de prensa de la Santa Sede salió a responderle: no hay ninguna modificación prevista para el próximo adviento y, aprovechando la oportunidad, no se privó de aclarar que el papa Francisco ha sido muy claro al decir que la forma extraordinaria del rito romano no debe tomar el lugar de la forma ordinaria. 
Y, en los últimos días, la conferencia episcopal de los Estados Unidos restó importancia a las palabras del cardenal Sarah y dejó muy claro que cualquier iniciativa de los sacerdotes en ese sentido debe ser supervisada por el obispo. 
El back scene: La afirmación y sugerencia concreta del cardenal Sarah fue incisiva. Quizás, la más importante en favor de la liturgia tradicional desde el motu proprio Summorum pontificum. Fue dicha en un ámbito público del que participaban no solamente sacerdotes tradicionalistas sino de todos los pelajes. Y, según me cuenta gente que estuvo presente en la conferencia, el purpurado insistió en varias ocasiones en que esta propuesta había sido aprobada por el Santo Padre en una reciente reunión que había tenido con él.
El cardenal Sarah no es jesuita y, por tanto, debemos suponer que no miente. No tengo dudas que en ese encuentro con el papa Francisco le habrá planteado la posibilidad y Bergoglio habrá puesto cara de interesado en el tema, le habrá contando algún recuerdo inventado de cuando era niño y asistía con su abuelita a las misas de espalda, y lo habrá animado a proponer el cambio a los sacerdotes. Es decir, habrá hecho lo que siempre hace, según nos relataba su finado amigo Omar Bello: decirle a cada uno lo que quiere escuchar, siguiendo en esto el consejo del general Perón. Y a esto se suma el hecho de que a Bergoglio la liturgia le importa un comino. Como jesuita que es, la considera una pérdida de tiempo, pues le quita tiempo para meditar y para trabajar ad maiorem Dei gloriam
Y así, el pobre guineano, se largó a la pileta confiado en el apoyo pontificio. ¡Pobre ingenuo! Cuando llegó la noticia a Roma, los liturgistas a quienes sí les interesa la liturgia y saben de su importancia fundamental para restaurar, o para destruir, la cultura cristiana, urdieron el comunicado que firmó el renunciante P. Lombardi. Y, seguramente, habrán coordinado con sus amigotes de las conferencias episcopales del mundo el modo más efectivo de neutralizar a Sarah: todo cambio deberá ser “guiado y supervisado por el obispo”. Y ya sabemos nosotros que los obispos son los peores enemigos de la fe católica: es decir, todo quedará en nada.
Y si a Sarah se le ocurrió ir a ver nuevamente Leticia, es decir, al Papa de la alegría (Papa Letitiae), éste le habrá dicho: “¡Qué te hicieron Sarah! Es que estoy rodeado de progresistas que no entienden la importancia de liturgia y no puedo hacer nada para detenerlos”. Es decir, nada nuevo.
Efectos: La propuesta de Sarah no es nueva pero es, sin embargo, concreta. El papa Benedicto XVI, siendo aún cardenal Ratzinger, había escrito un libro (El espíritu de la liturgia) en el que dedica un capítulo al tema y se define claramente por la celebración de la misa ad orientem pero finaliza diciendo que, tal como están las cosas, sería suficiente con poner un crucifijo en el centro del altar mirando al sacerdote. Lo típico de Ratzinger: buena doctrina pero ningún efecto práctico. El cardenal Sarah, en cambio, fue mucho más concreto puesto que fijó una fecha para comenzar con el cambio. ¿Qué efectos tendrá?
Probablemente en Europa y en Estados Unidos, muchos sacerdotes comiencen a celebrar ad orientem. Quizás un día a la semana, quizás una misa dominical, quizás permanentemente. Sería un pasa intermedio (para ellos) entre el novus ordo y la misa tradicional. En casi todas las diócesis americanas se celebra semanalmente la misa en la forma extraordinaria y lo mismo ocurre en países europeos como el Reino Unido o Francia. Muchos sacerdotes que están indecisos tendrían ahora toda la autoridad que dio el cardenal encargado de la liturgia para comenzar el cambio. Es decir, no habrían ya impedimentos de conciencia o episcopales que pudieran frenarlos. Veremos.
En Argentina, salvo escasísimas excepciones, no pasará nada. En nuestro país lo obispos son muy malos y los curas muy cobardes. Seguramente a una buena cantidad de ellos le gustaría implementar el cambio pero saben que, si lo hacen, durarían apenas unos meses en su puesto ya que la bondad de sus obispos los eyectaría rápidamente al peor destino que pudiera conseguirse en sus diócesis. 
Por otro lado, todos aquellos sacerdotes, religiosos y monjes que afirmaban que a ellos les gustaría celebrar ad orientem pero no podían hacerlo porque el obispo no lo aprobaría, no tendrán ahora excusa: tienen el permiso y el aliento del mismísimo prefecto de la congregación del culto divino. Ya no hay excusa posible. ¿Se animarán? 
Colofón: Lamento ser bastante pesimista, pero la impresión que tengo es que ya es demasiado tarde. El estado catastrófico en que se encuentra la Iglesia y la labor destructora de Bergoglio y sus secuaces no se soluciona con cambiar la orientación del altar. Concretamente, creo que no hay solución humana posible. Sólo queda hacer lo que se pueda en los pequeños ámbitos en los que cada uno de nosotros puede actuar, y no esperar mucho más que eso. 

miércoles, 20 de julio de 2016

Charla en el café de la esquina

- Exageran, todos exageran. Bergoglio no es tan malo. Es más de lo mismo.
- ¿Solamente más de lo mismo? ¿No es más grave que “lo mismo”?
- No. Es una versión vulgar, grasa y repugnantemente ordinaria de lo mismo que fueron Pablo VI y Juan Pablo II.
- Es decir, estamos frente a una particular “hermenéutica de la continuidad”.
- Exactamente. Bergoglio no es más que el emergente natural, aunque en avanzado estado de putrefacción, del proceso que culminó en el Vaticano II.
- ¿Qué culminó o que empezó?
- Que culminó. Había empezado mucho antes; décadas o siglos antes. 
- Es decir, lo que estamos viviendo no es la catástrofe de la Iglesia, sino más de lo mismo, en versión grasa. ¿Eso es lo que usted piensa?
- Eso es lo pienso. 
- No me convence.
- Piénselo de esta manera. Pablo VI y Juan Pablo II, cuando se mandaron sus propias catástrofes, buscaban a buenos artistas para que las disfrazaran y pasaran desapercibidas. El dibujo se los hacía Miguel Angel o Rafael. En el caso de Bergoglio, el dibujo lo hace él, o le pide ayuda al Tucho. Y es por eso que nos espantamos. Pero se trata de lo mismo: dibujar con el fin de tapar la manipulación que está haciendo. 
- ¿Qué entiende por manipulaciones?
- Me refiero a cambiar la doctrina en aras de conveniencia o sensibilidad pastoral. Es lo que hizo Bergoglio en la Amoris Laetitia.
- Y usted dice que Juan Pablo II también hizo lo mismo. Deme ejemplos.
- Le pongo dos. El limbo y la anáfora de Addai y Marí. 
- A ver...
- La sensibilidad pastoral de nuestros días no admite que se diga que los niños que mueren sin bautizar -incluido los bebés abortado- no pueden entrar al cielo sino que van al limbo, u orla del infierno, donde el fuego no los alcanza pero tampoco gozan de la visión de Dios. En consecuencia, la Comisión Teológica Internacional redactó un documento en el que dibuja y enjuaga la cuestión de modo tal que cada uno pueda pensar lo que quiera, que el limbo exite o que no existe y los niños van derechito al cielo, aunque no estén bautizados. Ahí lo tiene: necesidad pastoral sobre doctrina.
- ¿El segundo ejemplo?
- Varias comunidades caldeas o siríacas unidas a Roma querían seguir utilizando la anáfora de Addai y Marí, que utilizan para la celebración de la liturgia, y que no contiene las palabras de consagración. En principio, entonces, no había transustanciación del pan y el vino, pero negarles esa antiquísima tradición no era pastoralmente bien visto. Por tanto, la Congregación de la Doctrina de la Fe determinó que esa anáfora era válida y podía seguir celebrándose. Una vez más: pastoral sobre doctrina aunque, eso sí, todo muy bien dibujadito por la mano de los teólogos -como Ratzinger- de la Curia Vaticana. Lo mismo pasó con la Amoris Laetitia; la única diferencia es que los dibujantes son nada menos que Bergoglio y Tucho. Pero en el fondo es lo mismo.
- Pastoral mata a doctrina.
- Así es. Pastoral mata a doctrina. 
- No me convence. Con respecto al limbo, en el mejor de los casos, su existencia es un teologúmeno, es decir, una definición teológica sobre la que no hay certeza y, mucho menos, definición dogmática. Y por eso, la Congregación para la Doctrina de la Fe definió: “No siendo la existencia del Limbo una verdad dogmática, sí es una hipótesis teológica, y por tanto, no quita la esperanza de encontrar una solución que permita creer, como verdad definitiva, la salvación de los niños que mueren sin haber sido bautizados”. Es decir, no lo niega sino que deja abierta la posibilidad. 
- Como Francisco: no admite a la comunión a los recasados, pero deja abierta la posibilidad...
- En cuanto a la anáfora de Addai y Marí, es verdad que no contiene las palabras de la consagración pero sí está la epíklesis y, como usted sabe mejor que yo, no hay definición de la Iglesia sobre en qué momento se produce la transustanciación. Podría ser en las palabras consecratorias, podría ser en la epíklesis o podría ser en toda la anáfora. Por otro lado, se trata de una de las anáforas más antiguas y claramente tiene intención consecratoria. 
- Por eso, se aprovechan de un intersticio en la doctrina para hacer el dibujo que pide la pastoral.
- Pero el caso de los Amores de Leticia, es distinto por varias razones. La indisolubilidad del matrimonio y la necesidad de la gracia para recibir la eucaristía son verdades aceptadas por la Iglesia y se encuentran en la Tradición; sobre eso no hay dudas ni medias tintas. Y no venga con que Francisco no firmó nada porque, en todo caso, los cambios están en una nota a pie de página. Y estén donde estén, los cambios están. En los ejemplos que usted menciona, la Santa Sede se expidió de un modo claro y que despeja todas las dudas. Por otro lado, los efectos prácticos son inconmensurables. Los juristas dirían que el limbo o Addai y Marí son cuestiones abstractas: no afectan la vida diaria de los fieles y no hay percepción de cambio. En el caso de Leticia, en cambio, los efecto son inmediatos y evidentes para todos.
- Es decir, usted juzga la gravedad de un hecho por los efectos prácticos... Bergoglio entonces puede suprimir el dogma de la Trinidad que, en la práctica, no va a tener efectos y, consecuentemente, no tendría gravedad, según su opinión.
- No exagere. No es eso lo que estoy diciendo. Francisco, como cualquier gobernante, debe tener la prudencia política necesaria para su cargo. Lo que él dice es replicado al instante hasta en el último rincón del globo. Es por eso que debe ser muy cuidadoso y claro en lo que dice. Cuando voluntariamente es confuso y ambiguo, la gravedad del desvío doctrinal se aumenta por el escándalo que produce en quienes lo escuchan. 
- Entonces me está dando la razón: la gravedad de Francisco no son los “cambios” o “desvíos” de la doctrina, sino los modos. O, siguiendo mi analogía, el problema es el dibujante.
- El problema, en todo caso, es que usted está rebajando los modos, o las formas de decir y hacer las cosas en la Iglesia, a cuestiones secundarias, a trazos más o menos artísticos, pero yo creo que las formas, al menos en la Iglesia, son casi tan importantes como la doctrina.
- Usted pone los accidentes a nivel de la sustancia...
- Si usted me viene con aristotelismos, yo le salgo con Chesterton, en Ortodoxia: “En ciertas cosas, la Iglesia no podía permitirse el desviarse ni del grueso de un pelo, si había de continuar su grande y osado experimento del equilibrio irregular. En cuanto una idea se hiciese menos potente, alguna otra se haría demasiado fuerte. No era un rebaño de ovejas lo que guiaba el pastor cristiano, sino un tropel de toros y tigres, de ideales terribles y doctrinas devoradoras, cada una de ellas lo bastante fuerte para convertirse en una falsa religión y asolar el mundo. Recuérdese que la Iglesia abordó concretamente ideas peligrosas; era un domador de leones. La idea de nacimiento por obra de un Espíritu Santo, de la muerte de un ser divino, del perdón de los pecados, del cumplimiento de las profecías, son ideas que, como cualquiera puede verlo, sólo necesitan un toque para convertirse en algo blasfemo y feroz... Una frase mal redactada acerca de la naturaleza del simbolismo habría roto las mejores estatuas de Europa. Un desliz en las definiciones podía detener todas las danzas; podía marchitar todos los árboles de Navidad y quebrar todos los huevos de Pascua”. Ahí lo tiene a su amigo el Gordo. El problema de Bergoglio no es que está cambiando más o menos la doctrina, porque es verdad que se desliza jesuíticamente entre la verdad y el error, y no pone la firma en nada que lo comprometa. El problema de Bergoglio son las formas y, en este caso, las formas son tan importantes como el contenido. El Papa Francisco, con sus formas oblicuas, está deteniendo todas las danzas, marchitando todos los árboles y rompiendo todos los huevos.

lunes, 18 de julio de 2016

Radiante tristeza

por Wanderer
La entrada que publiqué la semana pasada con las fotografías de la hna. Cecilia Sánchez Sorondo, dio pie a una interesante discusión acerca de la muerte y la reacción cristiana ante ella. “Tristeza o celebración”, parecerían ser las opciones que, como no podía ser de otra manera, traen cola, puesto que cierto tradicionalismo aboga por la tristeza más lúgubre mientras que hablar de celebración sería propio del modernismo. 
Aquí van mis reflexiones:
1. La muerte es un castigo y, como tal, debe ser necesariamente dolorosa y triste para quien la sufre y para quienes quedan en el mundo. Sobre esto no hay duda, y sobre esta verdad se basan algunos tradicionalistas tuertos, porque la realidad es que hace poco más de dos mil años, el Verbo de Dios nos redimió, “matando a la muerte con su muerte y dando vida a quienes estaban en el sepulcro”. La muerte sería profundamente triste y dolorosa, y nada más que eso, si el difunto fuera al Hades, pero como cristianos sabemos que, en el caso de quienes mueren bien (la buena muerte), del otro lado del Leteo los está esperando el Esposo con todos los bienaventurados. Y eso es motivo de alegría.
2. “La muerte necesariamente debe ser dolorosa porque supone la separación del alma y del cuerpo”, dicen otros tradicionalistas aristotelistas. Y es verdad. Pero el testimonio de los santos indica que la muerte es no sólo separación sino también liberación del cuerpo. “Ay que dura es esta vida, esta cárcel y estos yerros en que el alma está metida. Que sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero”, decía Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia. Es un desgarro que libera; duele, pero alivia. ("¡Wanderer es platónico!" En mi defensa digo que la teología cristiana fue platónica hasta el siglo XIII).
3. Un tradicionalista desinformado escribió un comentario al post anterior en el que decía que la muerte no pude celebrarse porque los discípulos no celebraron la muerte de Jesús. Y tiene razón. El problema es que los discípulos no esperaban que el Señor resucitara: las mujeres se acercaron al sepulcro a embalsamar el cadáver y los dos que iban a Emaús descreían de la resurrección. Se trata de un tradicionalista pasado de rosca. Nosotros tenemos la esperanza cierta de la resurrección. ¿Hay que celebrar la muerte, entonces? Yo no hablaría de “celebrar” como tampoco haría un funeral con ornamentos blancos en el que el cura se dedicara a dar gracias a Dios por el hermano que partió. Todo eso tiene tufo modernista. El funeral es de negro y se implora a Dios que perdone los pecados del difunto para que pueda ser recibido en el cielo. Esa ha sido siempre la tradición de la Iglesia. Pero todo eso no puede opacar la esperanza cierta de la alegría profunda de la resurrección. Y ese gozo, en cierto modo, es una celebración. 
4. El ejemplo y la actitud de los Padres ante la muerte nos muestra que, si bien sienten profundamente la partida de sus seres queridos, la reacción no es oscura, triste y lúgubre, sino realista y esperanzadora. Recomiendo el texto de San Ambrosio sobre la muerte de su hermano San Sátiro. Esta actitud puede verse -o debería verse- en el caso de la muerte de los cristianos que, al decir de San Pablo, “pelearon el buen combate y alcanzaron la meta”. En mi experiencia, cuando muere una persona con estas cualidades, sin negar la tristeza humana que ocasiona, también aflora una profunda alegría y satisfacción: ya llegó. Es como San Ignacio de Antioquía que, en su camino al martirio romano, pedía a los cristianos que no hicieran nada para impedirlo porque quería alcanzar la meta cuanto antes. Y lo mismo ocurre con otros santos: “Ven muerte tan escondida que no te vea venir, porque el placer de morir no me vuelva a dar la vida”, cantaba también Santa Teresa.
5. Conocí a la hna. Cecilia solamente por referencia de amigos que la conocieron personalmente. Lo único que puedo decir es que la sonrisa que la acompaña en todas las fotos y, sobre todo, el rostro dormido en medio del dolor de la agonía, son más que elocuentes. Esa expresión no es impostada y no se consigue, en esas circunstancias, a mera fuerza de voluntad. Y el testimonio de quienes la rodearon en sus últimos días, desde familiares y amigos hasta médicos y enfermeras, es unánime: de ella emanaba una profunda paz y alegría. Ante eso, me rindo. Eso es presencia de Dios.
6. Finalmente, sí conocí de cerca a un hombre de Dios que murió hace ya muchos años: el padre Alberto Ezcurra. Y su actitud ante la muerte, que sabía próxima, es la del cristiano, y similar, en muchos sentidos, a la de la hna. Cecilia. Y doy dos ejemplos: cuando recibió uno de los últimos parte médicos en el que le anunciaban que ya no había terapia posible para su cáncer y que le quedaban pocos meses de vida, sugirió a sus hermanos y familiares que celebraran Navidad en septiembre porque él no llegaría al 24 de diciembre, y me imagino que habrá soltado después esa risa aguda y contagiosa que lo caracterizaba. Y también, meses antes de morir, preparó una botella de un licor que le gustaba mucho y la dejó acompañada de una nota: “Para que mis amigos brinden cuando regresen de mi funeral”. Y así lo hicieron. En el fondo, el P. Ezcurra, dejaba todo preparado para “celebrar” su muerte. Y yo lo conocí y doy testimonio que fue un hombre de Dios, que peleó el buen combate y que alcanzó la meta, y aunque lo hubiésemos querido tener muchos años más entre nosotros, también nos alegramos porque, dormido en el Señor, nos ha precedido en la posesión del Reino. 

miércoles, 13 de julio de 2016

Con quemante angustia

por Ludovicus
Una de las ventajas de tener un Presidente dotado de nonchalance es que ocasionalmente escapa a la corrección política. Contrariamente a la opinión de tantos bienpensantes, me parece un hallazgo del habitualmente discreto y opaco discurso de Macri dirigirse al rey de España y mencionar la "angustia" de los Congresales de Tucumán ante la decisión de declarar la Independencia. Una mención tan revulsiva como brillante. Qué mejor término que "angustia" para definir el sentimiento de quienes se separaban de la corona. La independencia prematura inauguró más de medio siglo de anarquía, luchas y disensiones civiles escandalosas. Nos forzó a adoptar moldes institucionales inadecuados y mendigar protectorados bizarros, desde un inca hasta una princesa portuguesa pasando por la corona británica, nos sumergió en utopismo revolucionario estéril y en un republicanismo a la francesa, irreligioso y anticonservador, que nos aisló del civilizado mundo monárquico europeo.
Atrasó las ciencias y las artes, colmó de sangre nuestras provincias, generó la anarquía del año 20, endeudó al país con proyectos desatinados, desarmó familias y dilapidó las energías en luchas heroicas, sí, pero a la postre tan inútiles como arar en el mar, como reconoció un responsable de las guerras americanas. Sigo: nos desorientó estratégicamente frente a un Brasil que gestionó su emancipación con mucha mayor madurez y respeto institucional. Consagró el contrabando, sentó las bases para la irresponsabilidad fiscal, dejó inermes a nuestros hermanos indígenas; abrió una grieta entre la civilización y la barbarie, entre la Ilustración y la Tradición, entre las elites y el pueblo. Generó personalismos idolátricos y laicismos también idolátricos. 
Si hasta el presidente de ese mismo Congreso, unos años después, terminó encontrando su "destino sudamericano" degollado por las huestes de un fraile apóstata. Triste símbolo que ciertamente causa angustia al leer el Poema Conjetural.
A pesar de la gloria, a pesar del coraje, a pesar del sentimiento quizás poco templado por la razón de la búsqueda de la emancipación, cómo no iban a sentir angustia.

martes, 12 de julio de 2016

Volver al cielo


Ilustra, sin duda, el diálogo que hemos abierto en el último post sobre la necesidad de recordar cuál es nuestra verdadera patria y cuál el verdadero consuelo, el ejemplo de la hna. Cecilia Sánchez Sorondo, carmelita descalza de Santa Fe, que murió hace pocos días.
Y en este caso no son necesarias las palabras. La sonrisa de su última agonía es suficiente.

lunes, 11 de julio de 2016

Paráklesis

Cuando los economistas son invitados a hablar en los programas periodísticos, se expiden con solvencia y tranquilidad acerca de problemas como la inflación, el aumento de las tasas y la devaluación. Son opinantes autorizados sobre temáticas que parecen ubicadas en una zona teórica a la que acceden los entendidos y los interesados, pero que no tiene ninguna relación o impacto con la vida diaria del “hombre común”. Sin embargo, y aunque los economistas se olviden, el “hombre común” sufre las consecuencias de esos fenómenos en discusión cuando va al supermercado y debe conformarse con comprar un paquete de arroz y dejar las milanesas. 
A veces nos pasa lo mismo a nosotros: pasamos horas y días escribiendo y discutiendo en el blog sobre los desaciertos del Papa Francisco y nos olvidamos de que verdaderamente lo sufrimos, y lo sufrimos en sentido literal.
En la última entrada escrita por Francisco Soler Gil aparecen los testimonios de dos “formadores de opinión” españoles que se encuentran atravesando, como ellos mismo dicen, “una noche oscura del alma de salida incierta”, y varios comentaristas anónimos del blog en las últimas semanas han manifestado situaciones similares. Y representan a todos los estados: laicos que no saben qué hacer, sacerdotes “que sufren a Francisco” o que “están podridos de Francisco”, e incluso algún que otro obispo. Es decir, Bergoglio, devenido Romano Pontífice, no solamente provoca un daño enorme a la macroeconomía eclesial, como el que provoca la subida sostenida de las tasas de interés, sino también a la microeconomía, es decir, al corazón de los fieles.
No tengo yo, y dudo que alguien tenga, una solución, porque es difícil de entender y de explicar. Todos los católicos sabemos, de entrada, que sufriremos persecución por parte de los enemigos de la fe. Es parte del contrato que firmamos en el bautismo. Sin embargo, es inexplicable y sumamente doloroso cuando la persecución viene de quienes deberían ser nuestros padres y pastores. Quedamos desamparados y huérfanos. No sabemos qué hacer y nos angustiamos. ¿Estará bien tomar una postura combativa contra los malos pastores? ¿No causará escándalo? ¿O, más bien, no será ese nuestro deber? ¿Qué sentido tiene haber vivido décadas luchando titánicamente contra el mundo, el demonio y la carne para que ahora nos digan que fue una lucha inútil porque el mundo es bueno, el demonio es nuestro hermano y la carne es un regalo de Dios que debe expresarse sin torturas? 
Tenemos, sin embargo, algunas respuestas frente a todo esto. Y están en las Sagradas Escrituras. Yo sé que muchos lectores arrugarán el entrecejo: “Eso de andar leyendo la Biblia es cosa de protestantes”, dirán. “Los católicos leemos las obras de piedad y devoción de los santos”. Y entonces, se consuelan, por ejemplo, con las visiones y revelaciones de aquí y de allá, y explican todo el desastre actual porque no se hizo tal o cual consagración. Disparates. Dios se reveló fundamentalmente en su Verbo y nos dejó su mensaje en las Escrituras a través de los autores que Él mismo inspiró.
San Pablo, al finalizar la carta a los Romanos, escribe: “Todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para nuestra formación, para que con la paciencia y el consuelo que nos dan las Escrituras, conservemos la esperanza” (Rm. 15, 4). Pareciera que nos escribía a nosotros. Dios se reveló por nosotros y las palabras que inspiró nos las dio para recibir a través de ellas la paciencia y el consuelo, a fin de mantener la esperanza. Son tres conceptos que se revelan centrales en estos tiempos de convulsión y soledad. 
En primer lugar, hypomoné, paciencia y perseverancia. Es una virtud olvidada y casi menospreciada. Y, sin embargo, se trata de una de las virtudes a las que mayor protagonismo en la vida cristiana le otorgan los autores espirituales. Escribía Simone Weil: La paciencia "designa el hombre en espera inmóvil, pese a todos los golpes con los que se trata de moverlo". Sobre este tema no vale la pena extenderse porque ya está suficientemente explicado en el texto del P. Miquel, traducido por Jack Tollers y que pueden encontrar aquí. Resulta de lectura imprescindible.
En segundo lugar, paráklesis, que es un término griego tiene varios significados. Acertadamente se lo traduce como consuelo, y ese es el significado que tiene el los textos cristianos. Los autores clásicos, además, lo usan también como llamar a alguien en busca de ayuda. Ambos sentidos nos vienen bien. Necesitamos ser consolados por Dios y llamarlo para que nos ayude. Ya sé que alguno dirá: “Qué blanditos que son. Necesitan ser consolados... cosa de mujeres”. Y la verdad que no. Que todos somos débiles y necesitamos la cercanía de Dios. San Pablo, al inicio de la segunda carta a los Corintios, habla del Dios de todo consuelo que nos consuela en todas nuestras tribulaciones.  Y los misales medievales, -por ejemplo el Missale Sarum, en uso en Inglaterra-, poseían una missa pro tribulatione cordis, que es una misa en la que justamente se pide el consuelo de Dios. Su oración colecta termina con estas palabras: “... para que, libres de toda tribulación y angustia, nuevamente te demos gracias consolados en tu Iglesia”. Los lectores del blog agradeceríamos a los sacerdotes que nos leen, que celebren de vez en cuando esta misa por nosotros. Pueden bajar el texto desde aquí.
Finalmente, todo esto se ordena a mantener la esperanza. Y nuestra esperanza es el cielo. No hay otra; y si buscamos otra, indefectiblemente desesperaremos. A veces nos olvidamos con facilidad de esta primera verdad de nuestra fe: el fin de nuestras vidas no es recuperar las islas Malvinas, ni tener diez hijos, ni leer a todos los clásicos. Es salvar el alma como sea para alcanzar la vida eterna. Y algunos la salvarán soñando con recuperar las islas, otros engendrando y otros enseñando. Cada uno en lo suyo, o cada uno en la tabla a la que pudo agarrarse en medio del naufragio. Pero la idea no es quedarse para siempre flotando en medios del vendaval: la idea es llegar a buen puerto, a esa isla que “solo se aborda al precio de naufragio y procela”, 

La he visto entre las brumas, la he visto en lontananza
A la luz de la luna y al sol de mediodía
Con sus ropas de novia de ensueño y esperanza
Y su cuerpo de engaño decepción y folia.
Esfuerzo de mil años de huracán y bonanza
Empresa irrevocable pues no hay volver atrás
La isla prometida que hechiza y que descansa
Cederá a mis conatos cuando no pueda más.

Busco la isla de Jauja, sé lo que busco y quiero
Que buscaron los grandes y han encontrado pocos
El naufragio es seguro y es la ley del crucero
Pues los que quieren verla sin naufragar, son locos
Quieren llegar a ella sano y limpio el esquife
Seca la ropa y todos los bagajes en paz
Cuando sólo se arriba lanzando al arrecife
El bote y atacando desnudo a nado el caz.
*
Busco la isla de Jauja de mis puertos orzando
Y echando a un solo dado mi vida y mi fortuna;
La he visto muchas veces de mi puente de mando
Al sol de mediodía o a la luz de la luna.
Mis galeotes de balde me lloran ¿cuándo, cuándo?
Ni les perdono el remo, ni les cedo el timón.
Este es el viaje eterno que es siempre comenzando
Pero el término incierto canta en mi corazón.

(L. Castellani, Jauja)

miércoles, 6 de julio de 2016

De mártires, rameras, y dos músicas para tiempos calamitosos

Oportunísima crónica y análisis de la muerte lenta por asfixia de una sociedad cristiana bajo el dominio del islam, el excelente libro «Al Ándalus y la Cruz», de Rafael Sánchez Saus, ofrece al lector un cuadro pormenorizado, en el que abundan los detalles que dan que pensar. En las últimas semanas, me ha venido con frecuencia a la memoria uno de esos detalles, a saber, el del triste papel desempeñado por los obispos mozárabes durante la ocupación musulmana de España: obispos en su mayor parte colaboracionistas con emires, califas y reyezuelos; sumisos ante el poder; decididos partidarios de lo que hoy llamaríamos «una política de perfil bajo», y celosamente ocupados por tanto en deslegitimar, condenar y desarticular cualquier intento de resistencia cristiana, o de testimonio cristiano martirial. Instalados de forma permanente en tal actitud «pastoral», los obispos mozárabes constituyeron un factor clave para la desmoralización y apagamiento de los cristianos de aquella sociedad.
He tenido que pensar en estas cosas durante los días pasados, al leer, por ejemplo, el desgarrador artículo de Juan Manuel de Prada «La última luz», que es todo un retrato de lo vivido de un tiempo a esta parte por el escritor, y por tantos otros, y del estado de ánimo consiguiente:

«Son muchos los lectores que me escriben inquietos, algunos muy lastimados en sus creencias, otros en un estado de angustia próximo a la pérdida de la fe, suplicándome que me pronuncie sobre tal o cual desvarío eclesiástico.
Durante muchos años ofrecí mi jeta desnuda para que me la partieran los enemigos de la fe; hasta que, cierto día, empezaron a partírmela también (¡y con qué saña!) sus presuntos guardianes. Hoy atravieso una noche oscura del alma de incierta salida; por lo que, sintiéndolo mucho, no puedo atender las solicitudes de mis lectores angustiados, sino en todo caso sumarme a su tribulación».

Y he tenido que pensar también en estas cosas al leer, no muchos días antes, la confesión no menos desgarradora de Luis Fernando Pérez Bustamante, todavía director de Infocatólica, en los comentarios a una de las últimas entradas de su blog:

«Tú sabes más que nadie de los que aquí han escrito cuántos años llevo en esto. Yo era joven por aquel entonces, lleno de ganas, celo, etc. Ni siquiera había nacido mi tercera hija. Hoy ya soy abuelo. No es desánimo. Es que ya no puedo más. Yo no me convertí a esto. Se están cargando la fe. Y, tú lo sabes, nadie de los que puede hacer algo hace nada. No les importa nada la salvación de la almas, sino el quedar bien y no tener problemas. Solo algunos sacerdotes santos y sobre todo los mártires, con su sangre derramada sostienen lo que queda de Iglesia.
Creo que toca retirarse a rezar y hacer penitencia...»

Al ir recorriendo tales testimonios, me parece como si estuviera, por primera vez, comenzando a entender la perspectiva de los mártires cordobeses del siglo IX, abandonados, traicionados y condenados por aquellos que, como el arzobispo Recafredo, debían haber sido sus pastores. Y empiezo a sospechar que un dolor profundo, aunque bueno y noble, recorre como agua subterránea la historia de la Iglesia. Es el dolor de aquellos que, dispuestos a librar el buen combate de la fe, se encontraron, y se encuentran, y se encontrarán, con que hasta la misma fe es travestida en contra suya. Y es que, como bien comenta Sánchez Saus,a propósito de los mártires de Al Ándalus:

«Nada es más fácil que utilizar los mandatos del cristianismo contra los cristianos que se esfuerzan precisamente en ser consecuentes con su fe y ponen en evidencia, junto con el mundo, a los cómplices de los lobos dentro del rebaño».

Buscando una clave para entender la dinámica que subyace en todo esto, podríamos recurrir al sabio dictum empleado por San Agustín para analizar la tensión de fondo que mueve la Historia: «Dos amores fundaron dos ciudades». Pero podríamos también parafrasearlo así: «Dos amores crearon dos músicas». Y quizás haya sido Tolkien el que mejor haya sabido captar y expresar esta idea:

«Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. E intentó ahogar la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de algún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura».

«Un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza». ¿Cabe acaso describir de forma aún más precisa lo que estamos viviendo hoy en el testimonio de los que, siendo conscientes de la demolición a la que viene siendo sometida la Iglesia, se esfuerzan por defenderla, y sufren con paciencia la hostilidad por parte de una «Iglesia oficial» cómplice, cuando no directamente protagonista de la demolición?
Pero hay también otra música en estos tiempos, que es la de Melkor, o, siguiendo la imaginería que nos propone de Prada, la de la Gran Ramera ―o «la religión adulterada, falsificada, prostituida, entregada a los poderes de este mundo»―, que trata de ahogar esa belleza doliente de la lealtad. ¿Y cómo es esa música? Tolkien la describe como una música de fanfarria, «estridente, vana e infinitamente repetida». Y así debe de ser, en efecto, puesto que cuenta con pocas notas, pocos conceptos, y no más de tres o cuatro metáforas que escupe con arrogancia una y otra vez. Son notas simplificadoras, que modifican alevosamente el significado de los temas, con el intento de confundir. Juan Manuel de Prada describe muy bien el impacto de este grosero estribillo:

«Adulterando el Evangelio, reduciéndolo a una lastimosa papilla buenista, enturbiando la doctrina milenaria de la Iglesia, cortejando a los enemigos de la fe, disfrazando de misericordia la sumisión al error, sembrando la confusión entre los sencillos, condenando al desconcierto y a la angustia a los fieles, a los que incluso señalará como enemigos ante las masas cretinizadas, que así podrán lincharlos más fácilmente».

Una fanfarria interminable y monótona es, desde luego, una descripción ajustada de la cháchara que en estos tiempos calamitosos se nos quiere vender como religión, desde el sermón dominical a la declaración papal. Y muy en especial en estas últimas, que han acabado por convertirse, de modo acelerado, en fanfarrias arrogantes y vanas en un estado casi químicamente puro.

Ahora bien, nos advierte Tolkien que la solución no se encuentra en el silencio, puesto que antes de que apareciera el tema doliente e invencible de Ilúvatar, «muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó». Pero no: La fanfarria buenista y verborreica no prevalecerá. Es demasiado fea como para prevalecer. Y mientras va revelando toda su fealdad, no faltarán voces que nos recuerden que hay otra música, profunda, vasta y hermosa, aunque lenta y mezclada con un dolor sin medida, que nunca podrá ser extinguida del todo. Una música de fidelidad, que permanece imborrable en la memoria del que ha llegado a conocerla, como una nostalgia. Por más que el adulterador crea que basta con esperar a que los buenos músicos se jubilen.

Francisco José Soler Gil

lunes, 4 de julio de 2016

Ocurrencias pontificias

Ayer domingo, de modo extrañamente casual, y mientras se rumoreaba que por la noche el periodista Jorge Lanata emitiría un informe comprometedor sobre la fundación pontificia Scholas Occurrentes (que pueden ver aquí), el también periodista Joaquín Morales Solá publicaba una entrevista al Sumo Pontífice en del diario La Nación, en la que Bergoglio trataba de poner paños fríos a su ríspida relación con el presidente Macri. Es que sabe que lo están sitiando y pueden comenzar a aparecer todos los chanchullos que tiene en su haber y que el gobierno conoce, y estimo que yo que el gobierno también posee las múltiples grabaciones de conversaciones telefónicas del entonces cardenal Arzobispo de Buenos Aires con las que negocia el espía Stiuso.
Pero allá ellos. Lo que a mí me impresiona y atemoriza es el nivel de cinismo e incluso, de apostasía del que hace gala el Romano Pontífice sin que nadie ya se asombre. En síntesis, me preocupa que perdamos la capacidad de asombro y, consecuentemente, de reacción frente al proceso acelerado de de descomposición de la Iglesia que estamos viviendo.
Ya sé yo que hay temas que, en absoluto, son más importantes para tratar en el blog, y sé también que desde el mismísimo 13 de marzo de 2013, desde aquí estamos advirtiendo acerca de la extrema peligrosidad de Bergoglio. Pareciera que no podemos aún desprendernos de esta misión. 
En cuanto a los sucesos de ayer, hay dos aspectos sobre los que quiero reflexionar. En primer término, la disparatada ocurrencia pontificia de las Scholas Occurrentes que, por lo que se ve, no es más que un curro del que usufructúan sus amigotes Del Corral y Palmeyro, dos facinerosos cuya mediocridad condice con la propia del pontífice. Esta fundación pretende tender puentes entre alumnos de escuelas de todo el mundo a través de encuentros y otras iniciativas igualmente ingenuas y estúpidas.. Quisiera saber yo qué puede salir de esos encuentros más que algunos cantitos insulsos, unas cuantas fornicaciones adolescentes y, en el mejor de los casos, un par de conversiones emocionales. Como bien analiza Sandro Magister, Francisco ha cambiado el concepto de educación católica con su divertida ocurrencia. Pero lo que resulta francamente inadmisible es que la Ocurrencia pontificia haya organizado a fines del año pasado un encuentro con alumnos de escuelas católicas y evangélicas en Roma, que finalizó con un encuentro musical en el Aula Pablo VI, financiado por el gobierno kirchnerista con casi un millón de dólares, y del que participaron emblemáticas figuras de la fe cristiana, como Juan Carlos Baglietto, Hilda Lizarazu y Lito Vitale.
Tratemos de recuperar el asombro. ¿Qué beneficio reportó tal encuentro a la fe y salvación eterna de esos alumnos? ¿No se alienta, acaso, con iniciativas de este tipo la confusión entre la verdad y el error, o es que ahora da lo mismo ser católico que ser evangélico, y seguir a Baglietto o a San Luis Gonzaga? Si veinte años atrás algún párroco hubiese hecho algo semejante, creo que habría causado un escándalo diocesano. Hoy, quien promueve el error, es el mismísimo Sucesor de Pedro llamado a confirmar en la fe a todos sus hermanos. El mismo personaje grosero que en los inicios mismos de su pontificado dejó plantada a una orquesta sinfónica en el Aula Paulo VI aduciendo que él no era un príncipe renacentista, organiza ahora un festival de rock y música popular en ese mismo sitio vaticano, confirmando su carácter de matón villero.
El segundo aspecto tiene que ver con el reportaje de Morales Solá, que terminó con la pregunta más previsible: cuál es la relación que tiene el Papa con los ultraconservadores. Es importante señalar que los tales son los obispos, sacerdotes, laicos y redes sociales simplemente católicas, es decir, todos aquellos que son tan exagerados como para afirmar todos y cada uno de los artículos de la fe y pretender cumplir los diez mandamientos del decálogo, afirmando que el no cumplimiento de alguno de ellos es pecado. Y el Papa Francisco, que en la misma entrevista se había mostrado tierno y misericordioso con especímenes de la calaña moral de Hebe de Bonafini, en este caso no se inmutó en afirmar que con esos personajes -nosotros, los ultraconservadores- , lo que hay que hacer, es esperar a que se jubilen y dejarlos de lado. En otras palabras, son personajes que no tienen remedio, que no son dignos ni siquiera de la omnímoda misericordia pontificia, y que lo mejor que pueden hacer es morirse cuanto antes. Sólo falta que la próxima vez sugiera que se haría un servicio a la Iglesia si alguien los ayuda a morir cuanto antes. 
Convengamos que se trata de definiciones terminantes: Francisco está marcando dos iglesias: la suya, a la que él mismo define como abierta y acogedora, dedicada a la promoción del hombre y al olvido de Dios -ver el artículo de Magister citado-, y la Iglesia de Cristo, fiel a la Verdad que Él mismo nos enseñó y que nos fue explicada por la Tradición y los Santos Padres y Doctores.
Frente a esta gravísima situación, nosotros, como laicos, no podemos hacer otra cosa más que estar alertas y advertir que el Lobo Blanco está rondando cada vez más cerca lo que queda del rebaño. Pero quienes tienen la función más delicada y absolutamente indelegable, son los cardenales y obispos puesto que, por algo, la nuestra es una Iglesia apostólica y jerárquica. Ellos debe detener los crímenes del Felón pontificio, y deben hacerlo cuanto antes. Y no basta para hacerlo decir tímidamente alguna cosita aquí y allá, celebrar de vez en cuando la misa tradicional o enrollarse en la cauda púrpura. En algún momento, más pronto que tarde, deberemos comenzar a exigir de algún modo realmente efectivo su reacción, o Bergoglio nos lleva puesto.