viernes, 28 de septiembre de 2012

Carta al Pocho

Con ocasión del ataque los los orcos a la catedral de La Plata del último domingo, y de la defensa del templo por parte de fieles laicos y la previsible ausencia de los pastores, una de las asistentes le escribió la siguiente carta a Mons. Héctor Aguer, alias "El Pocho", arzobispo de esa ciudad:


Excelentísimo Arzobispo de La Plata, Monseñor Aguer:
Le escribo desde lo mas profundo de mi alma católica. Soy fiel de esta Diócesis y ayer estuve en la defensa de la Catedral.
Ya debe saber lo que ocurrió allí. Si lo vió desde la Curia tal vez no capto enteramente lo ocurrido, entonces le voy a contar.
Yo estuve a un metro de los manifestantes abortistas, que marcharon luego de uno de esos congresos de adoctrinamiento marxistas que están tan de moda últimamente, con la intención de pintarrajear la casa de Dios, nuestra Catedral.
Con un conjunto de fieles nos ubicamos en la base de las escalinatas, para impedir el paso. La policía a los costados en silencio. Las abortistas, rugiendo, vociferando insultos a Ntro. Señor, a Su Madre y a la Santa Iglesia. Delante, muy cerca mío un sacerdote, detrás fieles y algún otro cura. No mucho más.
Aquellas endemoniadas nos cantaban “cada vez son menos” y tenían razón.
¿Dónde estaba usted? ¿Donde el resto de los sacerdotes? ¿O el Seminario?
Silencio. No estaban.
Me duele la jerarquía de la Iglesia, Monseñor, me duele muchísimo. Y no me duelen los escupitajos con los que me cubrieron, ni los envases de aerosol que me arrojaron, ni los insultos impuros con los que marcharon mis oídos de mujer católica. Me duele el alma. Y no por mí, por ustedes.
Usted se lo perdió. Perdió la oportunidad de ser humillado, escupido y golpeado por Cristo. Y lo merecía, merecía esa humillación. Y ¿sabe por qué? Porque ha sido uno de los pocos miembros de la Jerarquía mediocre de la Iglesia argentina que ha dado la cara por Cristo. Y su presencia ayer hubiese sido magnífica. Hubiese sido una hermosa obra para presentar a los pies de Ntro. Señor, cuando le llegue la hora de dar cuenta de su vida.
Solo imagine, en la base de las escaleras, Usted, junto a los sacerdotes de esta Diócesis, detrás los seminaristas y luego los laicos. Si usted estaba allí, hubiesen ido todos, lo puedo asegurar.
Imagine la repercusión en los medios de comunicación, a nivel nacional e internacional. ¿Puedehacerlo? Yo desperté hoy, pensando en ello. Imagine el coro angélico en el Cielo vivando aquel acto, piense en la Santísima Virgen.
La marcha de ayer, fue un regalo que Dios nos hizo a todos los que fuimos. Dimos testimonio, fuimos confesores de la Fé frente a una plaza llena de católicos con gorritas naranjas que no cruzaron una mísera calle para defender lo que creen. ¿Cómo llamarlos? ¿Cobardes, necios, liberales o progresistas? No, es demasiado. Usted tampoco fue, ni el clero, ni los religiosos. Estos laicos no merecen ser tratados tan duramente.
Yo fui y mi corazón arde de alegría. Se templó mi Fé, nunca recé el Santo Rosario con tanta paz como ayer, entre escupidas e insultos. Terminé llena de fervor.
¿Sabe lo bien que le hubiese hecho a sus seminaristas esto? La Fe se prueba y se vive. Quien no puede vivirla, no la tiene. No importa cuántos años lleve estudiando Teología.
El que ama, defiende lo amado. Es algo simple.
Cuando se iban aquellos energúmenos (en el sentido teológico de la palabra), escupieron al único sacerdote que estaba al pie de las escaleras.
Él siguió rezando, luego al grito de “Viva Cristo Rey”, “Viva la Iglesia” rompimos la cadena humana que impedía que subieran. Cantamos “Cristo Jesús en Ti la PATRIA espera (…)” para que finalmente nos diera la Bendición. Se arrodillaron todos para recibirla. ¿Alguna vez vió una multitud arrodillándose en público frente a un sacerdote para que los bendiga? Me refiero a los últimos 50 años. La respuesta debe ser no, ¿no?
Anoche, cenando con los amigos católicos que participaron de la defensa de la Catedral, pensé, ¿y si hay un muerto de los nuestros? ¿Si esa turba blasfema enloquece y arremete con violencia? Habría un mártir en su Diócesis.
¿Qué haría entonces? ¿En ese caso sí saldría a la calle? Su rebaño estaba sin Pastor ayer, necesitábamos su presencia. “Te basta mi Gracia” susurra Ntro. Señor al oído, y esa fué la única respuesta.
Estimadísimo Monseñor, ayer perdió una hermosa oportunidad, por favor no vuelva a hacerlo. No enarbole la prudencia, absolutizándola. Ser timorato y ser prudente no es lo mismo.
Sé que irá a Roma en breve, sabemos que ha hecho todo para esto. Yo sinceramente preferiría que hiciera todo para ir al Cielo.
Me despido, atentamente.

Una fiel de esta Diócesis.
PD: No firmo es.ta carta, porque me temo que puedan atribuírsele responsabilidades por ella a ciertos sacerdotes relacionados con lo ocurrido ayer. De todas maneras, Dios sabe quién soy.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Cristiada villera, en paralelo


El fin de semana largo es apropiado para dedicarse al cine. Y esta vez, por consejo de un amigo, vi dos películas en paralelo: Cristiada y Elefante Blanco. Ambas tienen mucho en común: comparten la temática religiosa de fondo, están muy bien producidas y dirigidas; tienen como protagonistas a sacerdotes y comunidades de católicos, en las dos hay muertos violetamente, etc. Pero, a la vez, ambas son profundamente distintas y permiten diversos niveles de análisis. Veamos.
A nivel sensible, la primera deja una sensación de paz y de satisfacción al ver representados los hechos de heroísmo y martirio que protagonizaron los católicos mexicanos hace no muchas décadas. La segunda, en cambio, deja tedio en el alma y una pesadumbre que se percibe hasta con el olfato. Es decir, asco.
Un nivel de análisis más racional nos permite observar más diferencias. El pueblo mexicano que se levantó en armas para defender su fe frente al gobierno masónico de Calles provenía de todos los estratos sociales pero quizás, en su mayoría, eran de las clases bajas, hoy diríamos, populares. A pesar de su pobreza, de su analfabetismo, de sus necesidades y de su “explotación” por parte de los “poderosos”, fueron capaces de levantarse para defender un ideal trascendente, que escapaba absolutamente a cualquier ambición terrenal. Más aún, sabían que con su conducta arriesgaban de perder lo poco, o la nada, que tenían.
Elefante Blanco nos muestra a la Villa 31 y a un pueblo que también se levanta, pero para usurpar un terreno y construir viviendas, o para defender a algunas de las bandas del narcotráfico. Si allá aparecía un pueblo pobre pero digno, que vitoreaba a Cristo Rey, acá aparecen seres infrahumanos que sólo saben insultar, odiar y vivir en la más abyecta materialidad animalizada.
Es duro, pero es así. Y el problema es que es real. Es decir, las villas existen y los residuos sociales que allí se amontonan también. Soy consciente de la dureza de las palabras que utilizo más ellas reflejan la realidad. Pero claro, no vale quedarse solamente en el fenómeno. Como cristianos, debemos responder de algún modo frente a esa realidad. Y la primera respuesta sería, por cierto, el nepalm. Nadie puede vivir en esas condiciones y nadie puede ser redimido en esas condiciones. Las villas deben ser arrasadas y sus habitantes relocalizados en lugares dignos. Es fácil decirlo, y no sé cómo se resuelve, pero es la primera solución que veo.
Pero hay otra, y es retroceder a las causas. Las villas son el último fruto de las sociedades burguesas liberales. En la Edad Media no habían villas y tampoco en la Modernidad. Comenzaron, de a poco, con la Revolución Industrial y, en nuestro país, se establecieron con el beneplácito del peronismo como resabio de la expansión industrial y útil herramienta electoral. Por eso, las villas no van a desaparecer mientras siga vigente el sistema democrático que necesita votos en masa para ganar cargos políticos. Erradicar las villas y propiciar el mejoramiento de vida de sus pobladores, es aumentar los votantes de la clase media, que “se viste bien” y “piensa más en Miami que en San Juan”. Es decir, es aumentar el número de potenciales caceroleros.
Pero vayamos a un nivel de análisis más profundo. En ambas películas muere un sacerdote y un muchachito allegado a la parroquia. En la Cristiada, el padre Vega (Santiago Cabrera), muere en una batalla contra las fuerzas federales mexicanas; en Elefante Blanco, el padre Julián (Ricardo Darín), muere en una balacera entre la policía y traficantes de droga. Las realidades están más que bien representadas. En el primer caso, un sacerdote, con discutible licitud, empuña las armas en defensa de la fe y entrega su vida en el empeño; en el segundo, se juega la vida, y la pierde, para que sus feligreses tengan una mejor casa y no vivan en la violencia constante de la droga. Modelos de sacerdocio radicalmente diversos. Mirar al cielo y mirar a la tierra.
¿Y los laicos? En la Cristiada, un muchachito de extracción social humilde, deja a su familia, se une al ejército cristero y termina muriendo mártir al grito de “Viva Cristo Rey”. En Elefante Blaco, otro muchachito cercano al cura, vive entregado al paco y a fornicar con su novia, y termina asesinando a un policía por mandato de un matón. Y mientras que en aquella las mujeres católicas contribuían activamente a la causa cristera trasladando municiones bajos sus polleras, en ésta lideran las tomas de terrenos y se revuelcan sacrílegamente con los curas de la parroquia.
Y no se trata aquí de decir lo más fácil: en ambos casos, eran violentos y propiciaban la violencia. La cosa está en mirar más allá de la violencia y detenerse en lo que movía a cada uno: si los ideales de la tierra o los del cielo.
Así estamos. Esta es la realidad. Creo yo, irremontable. Sólo falta esperar el empujón final. Y que sea pronto. 

domingo, 16 de septiembre de 2012

Cárcel a los encubridores


Se destapó el caso del Gallego Ilarraz. Según cuentan los allegados al ambiente curial de Paraná, era un secreto a voces desde hace años su gusto por los rusitos del campo. Más aún, la primera denuncia y pataleo fue hecha un venerable sacerdote ya fallecido, y que sabía de los deslices del pervertido por una razón muy simple y cercana: dos de los muchachitos predilectos del cura - a quienes había llevado de viaje a Europa- eran sus sobrinos.  Pero no pasó nada. Karlic cajoneó y ocultó todo.
Por eso, aquí cabe señalar a varios culpables. En primer lugar, el cura pervertido, quien merece algunas décadas de cárcel compartiendo celdo con negros bien grandotes y depravados.
En segudo lugar, Karlic. Su Eminencia era el responsable cuando sucedieron los casos y fueron denunciados en su curia por uno de sus sacerdotes, familiar de dos de las víctimas, y por el prefecto del seminario. Y miró para otro lado. Difícilmente lo manden a la cárcel por sus años, pero bien que la merecería por encubridor. Y que esto sirva para que las monjas y curas que coleccionaban sus zoquetes como prendas de un santo en vida, comiencen a arrojarlos a la basura. No me parece que pueda ser muy santo el que prefiere mantener el prestigio de una institución  a costa del dolor profundísimo e irreparable de víctimas indenfensas que habían confiado en él como padre y pastor.
El otro culpable es el Polaco de cada vez más triste memoria. Porque si Karlic ocultó, fue porque las órdenes de Roma eran esas. Ya no la cárcel ni el escarnio, pero sí merece la desbeatificación por el magno - y que cada día se revela como más magno-, ocultamiento y protección de delincuentes que propició.

Y espero que pronto salga también a la luz las andanzas del otro pervertido que abusaba no de muchachitos del menor, sino de muchachos del mayor, y que todavía anda suelto protegido por la mafia de Sodano.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Malamado, o calf-love

Jack Tollers nos confiesa su calf-love... con provecho para nuestra vida espiritual.



Cuando miro hacia atrás, cuando contemplo mi pasado, los lugares por dónde pasé, las cosas que me pasaron, la vida que me tocó en suerte, las tentaciones que resistí, las veces que caí, cómo me levanté, cómo quedé después, las decisiones que tomé, las dudas que me carcomían, las grandes alegrías, las enormes desilusiones… cuando miro para atrás, cuando considero mi propia juventud, muchas veces, las más de las veces, casi siempre recalo en un episodio, casi siempre me detengo en un sucedido que me cambió la vida decisivamente, para siempre.
Se trata de una cosa enorme, posiblemente no me podría haber tocado en suerte vivir nada más importante que eso. Por más que por entonces fuera muy joven, inexperimentado, apenas si había salido de la edad del pavo, inmaduro, tontuelo, me tocó en suerte vivir una cosa trascendente en extremo, cuya importancia no hay cómo enfatizar demasiado y de la que quiero daros parte ahora, si me quieren acompañar.
Tenía 18 años recién cumplidos. Fue en septiembre, hace la friolera de 40 años atrás. Me puse de novio (y ni siquiera era la primera vez). Una cosa a la que a nadie le importó gran cosa: ni a mis maestros, ni a mis amigos, ni a mis hermanos, ciertamente que no a mis padres. No parecía importante, y como se vio muy pronto, ni siquiera le pareció importante a ella, la (entonces) bienamada, locura de mis ojos, conmoción del corazón, estrella de mi alma, etc.
¿Cómo decir lo que quiero? Para mí sí que era importante. La quería. Mucho. A punto de no dormir, de soñar con ella en todo tiempo, de repetir su nombre por lo bajo, de caminar por la vereda de su casa, ida y vuelta, muchas veces, antes de animarme siquiera a entrar. Amor de juventud, "calf-love" le dicen los ingleses, amor de ternero. O "puppy love", amor de cachorro, cosa de poca monta. La gente adulta, la gente grande, los curas que conocía por entonces (salvo uno), lo tomaban a la ligera. No tiene importancia, ya se te va a pasar.
Pero para mí era amor eterno, trascendente, y no veía cómo podía haber algo más importante que eso. Y en eso (por lo menos así parecía) estaba solo. Ni ella misma lo creía del todo.
De manera que un día (el 26 de diciembre de 1972) me cortó. El diálogo con el que dio por terminado nuestro efímero noviazgo duró menos de cinco minutos. Y sanseacabó. No hubo tutía, fue un final definitivo, cortante, sorprendente, inimaginado, dolorosísimo para mí. No podía creerlo.
Unos meses después, empecé a creer que era verdad. Que en verdad ella no me quería más. Que la cosa no tenía arreglo posible. Que no podía hacer absolutamente nada para cambiar eso. Que tendría que seguir viviendo con esta pena tan particular, tan exquisita, tan profunda, tan dolorosa, que es la del amor no correspondido (quizá algún lector sepa de qué hablo, quizás todos lo sepan).
Después vi que casi la mitad de las canciones de amor, de las poesías, de los tangos y de los sonetos, de los guiones de cine, de las novelas y de cuanto arte hay en el mundo, gira en torno a este asunto del amor no correspondido.
Y así fue que empecé una larga (y penosa, por entonces todo era perfectamente penoso) búsqueda del sentido de todo eso. ¿Qué sentido tenía haberme enamorado? ¿No tenían razón los "grandes" cuando despreciaban todo eso? ¿Había sido una ilusión mía y nada más? ¿Había sido yo un tarado, de dejarme llevar así por una creatura (y cómo les gusta predicar gratis a los curas sobre eso)? Le preguntaba a mis maestros y ninguno acertó a decirme gran cosa. Interrogaba a mis amigos y sólo aumentaban la pena con sus bromas. Algunos curas me cambiaban de tema. Alguna vez me expuse a la sorna, lo que aumentaba, claro, mi tribulación.
Al final no pregunté más. Al final me quedé solo con mi pena. Tenía 18, 19, 20 años y ya no le contaba a nadie lo que me sucedía. Había sido todo al cuete. Aquello no había tenido sentido. La vida no tenía sentido. Nada lo tenía.
En "Juan XXIV" Castellani celebra su propia tenacidad. Aquí yo (con vuestro permiso) voy a celebrar la mía. Porque no solté el asunto este, o, a lo mejor, el asunto este, el del amor no correspondido, no me soltó a mi. Seguí buscando, sobre todo en mis lecturas.
El primer resplandor de luz en medio de la noche lo obtuve leyendo a Pieper, en su libro sobre el amor, cuando enfatiza que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Parecería que semejante cosa sólo contribuiría a ahondar la amargura. Pero no es así: la verdad, cualquiera sea, siempre consuela. Aunque sea un poquito.
Y vi que en su libro Pieper citaba profusamente a un tal C.S. Lewis y su libro "Los cuatro amores". Por entonces los libros de Lewis no estaban traducidos al castellano, aquí entre nosotros casi nadie lo conocía. Mi vieja viajaba a Inglaterra y le pedí que me consiguiera un ejemplar. Imposible, en Inglaterra también Lewis estaba pasado de moda, las ediciones de sus libros agotadas. "Out of print", le decían invariablemente. Pero un librero de Brighton se interesó por la historia de un joven argentino que suplicaba a su madre que le consiguiera ese libro y luego le regaló su ejemplar, ajado, editado en 1952, unos veinte años antes. Esto es, se lo dio a mi madre, me lo regaló a mi.
Yo ni sé quién era ese hombre, nunca lo conocí, nunca supe su nombre.
Y cuando mi vieja me lo entregó, me abalancé sobre él, como se podrán imaginar. No que pensara que fuera a contestarme mi pregunta, solucionarme mi problema, iluminar mi noche. Pero eso es exactamente lo que hizo Lewis, en la Argentina, allá por 1974 con su pequeño libro, "The Four Loves".
En efecto, en su tratado sobre la Caridad, cuando trata sobre el "Cuarto Amor", explica que este asunto del amor no correspondido constituye el gran problema de Dios. Que nadie nos ama más que Él. Que nosotros somos indiferentes. Que Él no puede obligarnos a que lo querramos. Que a nosotros nos importa un belín. Y que a Él eso le duele infinitamente (en la medida, precisamente, de su amor). Y Lewis dice por ahí que cuando uno pasa por una experiencia de estas, del amor no correspondido (de parte de un amigo, de una novia, de quién sea, lo mismo da) no es sino una especie de clase práctica que se nos ofrece sobre eso: el dolor, la pena, la impotencia de Dios.
¿Dije impotencia? Olivier Clément cuenta que una vez caminaba con Vladimir Lossky a orillas del Sena y le sacó la vieja cuestión sobre la Omnipotencia de Dios: que si Dios fuera Todopoderoso podía crear una piedra que ni Él pudiera mover—y que por tanto no sería Todopoderoso.
Lossky lo paró en seco:
- Dios creó esa piedra.
- ¿Cómo, qué está diciendo?
- El corazón del hombre.
Estimado Wanderer, estimados lectores de este blog, discúlpenme que me alargue tanto, pero se acerca un aniversario, cuarenta años después de que una adolescente le dijo a un adolescente que no lo quería más, allá por 1972.
Costó sangre, costó lágrimas, fue durísimo, pero aprendí la lección más importante de mi vida, y de eso les quería dar parte.
(Y no se rían de todo esto, por favor, no lo tomen en sorna, no hagan el chiste fácil, por favor, os lo suplico. Juro que no hay nada más importante.)

Jack Tollers
      

martes, 4 de septiembre de 2012

Adiós a un maestro

Se durmió hoy en la paz de Cristo a los 94 años don Rubén Calderón Bouchet, uno de los grandes, y últimos, maestros del pensamiento tradicional argentino e hispánico.
¡Hasta la vida eterna, don Rubén!