miércoles, 26 de noviembre de 2008

De Sir Jack al Athonita


Jack Tollers me envió el sábado pasado una larga y aplastante respuesta a los desmanes monásticos de nuestro apreciado Athonita, del que buena cuenta han dado Ludovicus y Lupus. Retrasé la publicación de la respuesta esperando que se agotaran los comentarios de la entrada anterior lo cual, claro está, no ha sucedido. No es justo, entonces, retener la respuesta de Lord Tollers cuando el Athonita ya ha respondido (?) con varios comentarios.


Fue hace cosa de quince años, y nos agarró de sorpresa. Eramos más jóvenes, sabíamos menos de la vida, habíamos sido mal enseñados, nos faltaban lecturas y reflexión, algún maestro que nos hiciera ver esto y aquello, y por falta de atención o distraídos por el combate contra los progres, la secularización de la sociedad, Alfonsín y el destape, la ley del divorcio o la revista Humor, al principio no nos dimos cuenta.

Trabajábamos como en una iglesia, quizá con espíritu eclesial. Poníamos todo en común. Como quiere San Pablo, “en un solo cuerpo, y no todos los miembros con la misma función [...] Con dones diferentes conforme a la gracia que nos fue dada” (Rom. XII:4,6). Eramos amigos, poníamos todo en común. No sólo las canciones, el mate y el asado. Aprendimos a cantar Gregoriano (un poco, bastante  bien). También compartimos dudas, perplejidades, tentaciones y desalientos. Según recuerdo, se hablaba mucho, se movían cuestiones, se discutía todo. Había buen humor, risas y ayunos, vinos y bromas. Nos empeñábamos especialmente en la formación, en la iniciación de nuestros hijos en los misterios. Charlas,  retiros, campamentos, clases.  También hubo muchísimas peleas, cómo no. Que es el reverso de la corrección fraterna. Y reconciliaciones, y misas y rosarios en común. Mientras duró, estuvo bueno.

Pero una noche apareció el enemigo y sembró cizaña, que como sabemos, se parece mucho al trigo. Como que sacar a un pibe o a una niña buenos se parece mucho a sacarlos curas o monjas. Y al principio, sonsos de nos, no nos dimos cuenta. Que algunos de entre los nuestros habían comenzado a melonear a los chicos. O dejar que otros los meloneen. Después hubo una pequeña guerra entre Aguer y Buela, a ver quién se quedaba con más rehenes. Y ganó, otra vez, Buela. Y Aguer, teléfonito rojo de por medio, terminó ordenando en La Plata a los pibes de Buela. Fue una verdadera desgracia. Y lo sigue siendo. Porque los del bando clerical se abrieron, dejaron de oír razones, se enojaron y no quisieron hablar más con nosotros. Y ahora, quince años después, los resultados están a la vista. Ellos ganaron: tienen enorme cantidad de “vocaciones”. Nosotros, (entiéndase bien, como ellos lo entienden mal) ninguna. Por ahora, por lo menos. De sus filas¾¾de entre sus hijos¾¾salieron muchos, muchísimos, clérigos y religiosos, y monjas y misioneros y no sé qué más. De las nuestras, por ahora, ninguno. De manera que, como digo, en sus propios términos, ganaron. Como todos sabemos, Buela siempre gana, es un ganador.

Pero si nosotros perdimos... ¡mi Dios! ¡Cómo perdieron esos chicos y chicas! Y ahora que pasa el tiempo, y el tiempo comienza a darnos la razón, ay, no la querríamos tener. Los más grandes rondan ahora los treinta de edad y... dispénseme de poner ejemplo, que usted bien ha de saber a qué me refiero. Ha llegado a mis oídos la reflexión de un bueludo: “¡Qué desastre! Ahora van a usar este caso en contra nuestra”. El caso es tremendo. (Pero no, señores bueludos, no vamos a “usar” nada. No estamos acostumbrados a “usar” cosas así). Que si le pasara a alguno de nuestros hijos lo que les ha pasado y pasa a los hijos de ellos... no sé. Me resulta inimaginable. Nuestros hijos no son santos, qué va. Pero son bastante sanos. No siempre van a Misa, pero a veces se ríen. No siempre se portan bien, pero a veces sí (y nadie lo ve, excepto el Padre que ve en lo secreto). Estaría bueno que rezaran un poco más, chuparan un poco menos (¡je! mirá quien habla), leyesen un poco más, se tomaran la vida más en serio, hicieran alguna que otra penitencia, se interesan un poquitito más en las cuestiones religiosas, litúrgicas, devocionales, etc...

Pero si lo hacen, alguna vez, si alguna vez se toman la religión en serio, que sea en serio. Y que la decisión sea de ellos. Y que no alteren ni una iod del Evangelio, y que no se dejen engatusar por el catolicismo paródico que es la peor peste del mundo y que una vez contraída, según mi experiencia, difícilmente tiene remedio (el proceso de deskukuficación es largo y penoso).

Nuestros hijos en cambio, por mucho que se porten mal, por lejos que se aparten de Dios (como el hijo pródigo), por mucho que tropiezen, siempre tienen dónde volver, a quién acudir, qué leer, qué sacramentos frecuentar y cómo y con qué disposiciones. Tienen a quién pedir consejo, tienen la posibilidad, real, de convertirse. Si la religión en ellos no hecho demasiada mella, por lo menos cuentan con una religión sin mella.

¿Es tan difícil entender lo que digo?

Castellani ha dicho bien que resulta muy difícil pegarle a lo paródico sin lastimar lo parodiado. En efecto. Y es lo que he tratado de hacer con esta “Llamada de emergencia”. Claro que para su recta inteligencia es preciso contar con una ingeligencia recta. Y rectificar la intención. Como dice Santo Tomás, “así como uno se determina respecto del fin, así juzga de todas las cosas” (dispénseme de decir dónde, y, si no lo toma a mal, no me vuelva a atribuir la invención de citas).

Se verá el énfasis de cada cosa que se dice en función del fin. El fin era impedir que al hijo de Josesito le embromaran la vida y que hicieran de él un infeliz. El fin era protegerlo de una mafia de forajidos que sólo se fijan en él como un número, como un candidato a engrosar sus cuantiosas¾¾y cada vez más cuantiosas¾¾filas. El fin era la caridad de la verdad, concretada en el hijo de Josesito. No escribí una sola línea sin tener eso en mente. Y así juzgué cómo y dónde poner el énfasis. No se podía decir todo. Nunca se puede decir todo. Además, el Papá de Josesito era muy básico, y no se le podía pedir tanto. Así que me limité a lo más elemental, dicho de la manera más elemental posible. Y luego de haberlo escrito, cosa de diez años atrás, lo circulé entre varios amigos que me dijeron unánimemente que no le haga llegar ese diálogo, que no había la menor posibilidad de que lo entendiera. (Aquí pondría lo que le pasó a Josesito luego, pero duele demasiado y no diré nada. A ver si todavía me atribuyen el “uso” de otro caso en contra de su orga). Diez años después encontré en mi archivo el escrito y se lo mandé a Wanderer, considerándolo ahora (después de todo lo que pasó) oportunísimo. Para que otros no corran la suerte de Josesito.

Lo que nunca pensé es que el Athonita no lo entendiera.

Con eso en mente, vamos a la primera observación y las 7 puntualizaciones, pues.

Y antes que nada, observo que deberían leer con atención, él, el Athonita y Natalio Ruiz. Entre leer bien y mal hay una diferencia esencial, no de grado. En ningún lado digo que la diferencia entre el sacerdote y el laico no es esencial.  Reproduzco la frase, por si acaso: “Algunos tienen las condiciones para desempeñar ese ministerio en su plenitud, otros en grados menores”. ¿De dónde sacaron que digo que la diferencia no es esencial? Porque, hagan sus deberes señores, en todos los lugares en que se habla del sacerdocio común de los fieles, invariablemente se dice que la diferencia entre el sacerdocio del ordenado y el que no lo está es esencial, no sólo de grado.

Cuando “sólo” lleva acento va en lugar de solamente. Y “no solamente de grado” implica “también de grado”. De lo otro, no hablé, no venía a cuento. (Para el caso, ¿creen que esoy a favor de la ordenación de mujeres también? En tren de atribuirme cosas, ¿por qué no? Pues bien, Tomás trata la cuestión y, surprise, surprise, el muy machista dice que no se les puede conferir esta sacramento, por una cuestión de grado¾¾S. Th. III, q. XXXIX, a. 1, Respondeo).

Pero hablemos un segundo de este asunto, ya que estamos. Un amigo mío de los tiempos de colegio se ordenó sacerdote y eligió como lema¾¾aquel que se pone en la estampa recordatoria¾¾una frase del Kempis: “A los sacerdotes se les da lo que ni a los ángeles”. Conociendo a mi amigo y sabiendo perfectamente por qué había elegido esa frase para conmemorar su condición sacerdotal, después de la ceremonia de ordenación, le comenté a otro compañero de colegio que mi amigo no duraría mucho. No era difícil profetizarlo. Y duró menos de seis años. (¡Ya sé, ya sé! Aunque sea sacerdote para siempre).

*

Lefebristas, kukús de toda laya y no sé cuantos más, objetan la doctrina del sacerdocio común de los fieles que a su gusto, les suena a heterodoxa. Y a fé mía, para la fe que tienen ellos, sin duda que lo es. Constituye una de las mejores cosas de Vaticano II (que tiene muchas deficiencias también), y Coulson y Bouyer y Galot y no sé cuántos más han demostrado que la fuente de esa idea está en Newman. Sobre todo por su brulote “On Consulting the faithful” que a él tanto le costó y que el P. Baliña ha traducido y prologado brillantemente no hace tanto (está editado por Vórtice con el título de “Los fieles y la tradición”). Es la fuente de todos los incisivos alegatos que se sucedieron contra el clericalismo, comenzando con la carta abierta de Bruckberger y que culminan con “Religiosos y clérigos contra Dios” de Louis Bouyer.

El Athonita (su Jefe también) harían bien en fijarse, ché, porque entre otras cosas involucra su propia concepción del sacerdocio. La cuestión del celibato, por ejemplo, o la litúrgica, de veras, créase o no.

La cuestión del celibato enfatiza a los gritos que no cualquiera puede ser cura (aquí remito a la “Sacerdotalis Caelibatus”, una de las pocas cosas dignas firmada por Paulo VI. El nº 52 comienza con la interesante afirmación de que “El leal conocimiento de las dificultades reales del celibato es muy útil; más aún, es necesario para el sacerdote... etc. etc.). El celibato subraya como ninguna otra cosa podría hacerlo que el Sacramento del Orden no es para llevar y traer a la ligera, que no es para cualquiera y que, también, es para todo el que, debidamente ilustrado, y con las condiciones debidas, se le anime.

Por ejemplo, yo no me animé.

Pero dije que el “sacerdocio común de los fieles” es doctrina vinculada a una gran cuestión litúrgica (y aquí, atención, Athonita, ¡cíñase los lomos!). Que es la necesidad imperiosa de restaurar la celebración de la misa ad orientem. Que es la urgente necesidad de terminar con el inverosímil invento (con el cuento de que los primeros cristianos así lo hacían) de celebrar versus populum. Que nada urge más que, permítame la bruta parola, celebrar “de espaldas al pueblo”. Lo explicó magníficamente Gamber, Ratzinger, Uwe Lang y mil otros. Es una actuación del sacerdocio común, donde el celebrante y el pueblo rezan en común y “participan” de la misa (de manera esencialmente diferente, ya sé, ya sé que el laico no puede sacrum facere, entendido formalmente. Y miren las cosas que me obligan a aclarar, pedazos de...). Adorando en común al Totalmente Otro. Lo otro, lo de celebrar de cara al pueblo, no es sino consecuencia de una enorme estafa, inspirada en el clericalismo más burdo del pre-concilio, donde el cura tiene un papel de actor en lugar de celebrante. El showman en lugar del mago, no sé si me entiende. Todavía está por escribirse y aún no se ha hecho, pero algún día quedará clarito como el agua que los lodos del post-concilio proceden de los polvos del pre-concilio. Y que cuando un día el mundo despertó progresista, resultó que eran los mismo tipos, la monja que prohibía a sus alumnas ponerse pantalones usaba ahora minifalda, el moralista casuista despertó liberal, el confesor morboso estaba ahora con la liberación sexual, el cardenal solemne y pomposo se dejó el pelo largo y se subió a una moto, et ainsi de suite. Los Kukús jansenistas eran ahora Kukús progresistas. Y eran los mismo Kukús. Y así en este caso: el clericalismo cambió de cara, dio un salto gatopardista, pero seguía más vigoroso que nunca. De la renovación incruenta del sacrificio de la cruz pasamos a una comidita entre amigos. Que no se puede hacer sin un showman.

Le dan la espalda a Dios. Deberían convertirse, metanoia, y darle la espalda al mundo. Y aquí no hay tutía. Es como el principio del tercio excluído. Y fue por esto que Bouyer y Jungmann se arrepintieron públicamente. Ustedes también lo pueden hacer. No hay lugar para diagonales bizantinas, a ver si me hago entender de una vez. Por mí, (disculpe don Wanderer), si quieren celebren en castellano, en latín o en caldeo, no le doy la importancia que otros le asignan. Siempre que se adore a Dios. (¿Hará falta traer a la memoria que adorar quiere decir volver el rostro hacia Dios?).

Si gravis, brevis. Dije que iba a ser breve, y no me sale, pero trataré, os lo prometo. Vamos con las puntualizaciones. A la primera. Que me he quedado con el Primer Motor Inmóvil si pienso que Dios no precisa de nosotros. Es cuestión de énfasis. Y en cualquier caso, sí señor, Dios es el Primer Motor Inmóvil. Puede usted decir que es más que eso. Déjeme decirle también que no es menos que eso. In horresco et inardesco. Por lo demás, no creo que sea legítimo hablar hoy como si  no viviésemos el tiempo de la pura inmanencia. Pensar que los musulmanes han tenido que venir a recordarnos que Dios es Dios y que no nos necesita, como Aquel que le pregunta a Job dónde estaba cuando hacía las montañas. Islam quiere decir sumisión. Y buena falta que nos hace. Un poco de Islam, ché, mientras caminamos entre el pantanoso fango de la religión horizontalizada, del sonríe Dios te ama, etc. Y eso no quita que puede predicarse, de algún modo, que Dios nos necesita. Pero esta vez juzgué que no hacía falta y quería enfatizar esto otro, que destaca San Bernardo una y otra vez: “¿Quién es Dios? El que no te necesita. (Cita un salmo que dice exactamente eso, que ahora no encuentro. Espero que no me atribuyan otro invento.)

A la segunda. En la Suma contra Gentes se hallará dilatadamente tratada la cuestión de la magia. Y en algún rincón, por qué la misa no es magia. Dicho lo cual, por supuesto que sé, como usted también, que es magia blanca. Pero mi referencia Castellaniana alude a los que entienden que el ministerio sacerdotal se reduce a la “venta de ceremonias mágicas”, mezcla de torpeza, simonía y brutalidad que caracteriza a tantos clérigos y que así quiso describir el bueno de Castellani. En el diálogo telefónico he querido destacar la estupidez de los que extrapolan el efecto ex opere operato de los sacramentos a extremos intolerables y absurdos. Te hacés cura y vas derechito al cielo, etc... No me digas.

A la tercera. Que un cáncer o quedarse sin laburo o cualquier desgracia son el altoparlante de Dios, la voz de Dios amplificada, es la tesis central de C.S. Lewis en “El problema del dolor”. Si usted tiene problemas con eso, arréglese con Jack Lewis y no con Jack Tollers que sólo repite mal. Yo, por mi parte, resulté convencido (después lo encontré en otros lugares, la Simona Weil, por ejemplo).

A la cuarta. La cita de San Juan de la Cruz es correcta. Dice exactamente así (referido a los maestros espirituales): “El que temerariamente yerra, estando obligado a acertar, como cada uno lo está en su oficio, no pasará sin castigo, según fue el daño que hizo”. (Llama de Amor viva, Canc. 3, nº 56). Invocar a Santo Tomás tampoco estuvo mal, bien que en su tiempo no se hablaba del sacerdocio común de los fieles. De todos modos, en su objeción primera del artículo primero de la q. XXXVII, dice al pasar que “Este sacramento es más digno que otros, en cuando constituye a los que le reciben en algún grado sobre otros” (en la respuesta no niega este aserto en particular). Sí, quédense tranquilos Athonita, Natalio Ruiz, más adelante Santo Tomás también reconoce que el sacramento del orden imprime carácter.

A la quinta. ¿No le gusta lo que digo sobre el Dios que nos deja solos para que hagamos lo que querramos? ¿Quiere usted que entre en la cuestión de la gracia y el libre albedrío? ¿Que discutamos sobre Miguel de Molinos? ¿Que lo convidemos a Bañez para que nos explique lo de la premoción física? Por supuesto que nos deja solos. Desde luego que en Él somos, nos movemos y existimos. Pero a cuento de qué enfatizar el aspecto contrario del que quiero enfatizar. ¿De dónde y cuento de qué infiere que porque subrayo un aspecto desdeño el otro? ¿Le hice acordar al Abogado del Diablo? Usted también.

A la sexta. Señor, su concepción sobre la especificidad de la misión que nos confiere Dios al enviarnos... es por lo menos rara. ¿Sugiere usted que Dios le dijo a Juana de Arco que Él quería que ella muriese en la hoguera? Y mire que oía voces. Fuese así y no hubiese retrocedido la primera vez firmando una declaración de apostasía. Fuese así y no la hubiese vuelto a desafiar... pero llorando. “Dieu le veult” era su lema, claro que sí. Lo cual no quita lo dicho. (Estoy harto de esta presunción, como la de los jesuitas que dicen que cuentan con el “carisma” del discernimiento de espíritus. Ja, son unos piolas bárbaros. El jesuita que me dijo eso, había “discernido” que debía ir a Japón. Después de veinte años de horroroso exilio, se casó con una alumna japonesa y tiene dos japonesitos. qué discernimiento ni qué niño muerto. Ya te voy a dar discernimiento a vos).

A la séptima. Cuando ingresé a Tribunales hace cosa de treinta años atrás, me tocó en suerte un viejo oficial primero que me repetía todas las mañanas del año, infinitas veces: “Hay que leer, pibe, hay que leer”. Quería enseñarme a prestar atención, a leer bien. Al final, algo logró. Athonita, haga lo mismo. En ningún lado sugerí siquiera que Dios abomina de los que ingresan en conciencias ajenas con permiso del sujeto en cuestión. Digo exactamente lo contrario, abomina de los intrusos, de los que se saltean la puerta, como dice Cristo en su parábola del Buen Pastor. Los malos pastores “suben por otra parte” y son “ladones y salteadores” (Jn. X:1). “Mas el que entra por la puerta es el pastor de las ovejas”. Cristo mismo se tomó el trabajo de explicar esta parábola. Se identificó con el Pastor y también con la puerta, lo que ha dado mucho trabajo a los exégetas. Pero no explicó quien era el portero. Allí me remito. Si usted quiere destacar que Dios “nos necesita”, ¿por qué me negaría que Dios “necesita” de nuestro consentimiento, como a osadas se lo pidió Gabriel a la Santísima Virgen? Permiso.

Por último y en cuanto a la cita de Elredo de Rieveaulx¾¾monje por quien tengo especial simpatía, como que tuve la suerte de peregrinar hasta su abadía, de leer y releer su tratado sobre la amistad, como que domina mi escritorio una foto de su abadía en el norte de York, como que no es Escocés¾¾estoy perfectamente de acuerdo. “Si no te incrustas en tu preciso puesto, dejarás un insalvable agujero que nadie podrá reemplazar”.

Precisamente, es lo que estaba tratando de decirle al padre de Josesito.

Desde el llano profano, en donde oigo confesiones, exorciso demonios, bendigo la mesa y ofrezco sacrificios, le imparto mi bendición laical, a 22 de noviembre de 2008, recordando que hace 45 años fallecía el insigne C.S. Lewis.

 

Jack Tollers. 



martes, 18 de noviembre de 2008

La vocación según Tollers


Nuestro recordado amigo Jack Tollers reproduce un interesante diálogo telefónico donde expresa sus notables ideas acerca de la vocación:

-    Holá... ¿con lo de Pérez?

-    Holá..., sí, ¿quién habla?

-    Jesucristo, tu Señor.

-    ¡Ahhh! Esteee... ¿Jesús? ¿Jesús de Nazareth?

-    Sí, ¿conocés otro acaso?

-    No, no... lo que pasa... lo que pasa es que nunca llamás y entonces...

-    ¿Nunca llamo? ¿Ah no?

-    Bueno, quiero decir, por esta línea...

-    No, en eso te doy la razón. Por esta línea, casi nunca. La uso para emergencias nomás.

-    Emergen... ¿cuál es la emergencia, Señor?

-    Sí, bueno, vos no te hagas problema. Es mía la emergencia, no tuya. ¿Cómo andan todos por ahí?

-    Bieeen, esteee.... Mirá: yo había pensado en confesarm...

-    ¡José, alto ahí! Ya sé, ya sé. Pero eso no es por esta línea, ¿no te parece?

-    Sí, sí. Bueno, te quería decir nomás, porque...

-    Dejá eso ahora. Contáme como andan todos por ahí.

-    Bien, bien... esteee... Ya que te tengo a mano, te cuento: Josecito dice que lo andás llamando.

-    ¿Ah sí? ¿Y de dónde sacó eso?

-    No sé. Será que habló con vos por la otra línea, digo ¿no?, la de la oración. Y ahora que pienso, ¿qué tenés allá arriba, una central rotativa?

 -    Sí. Cientos de líneas para cada uno de ustedes. Para estar en permanente comunicación. ¡Y después me reprochan ser un Dios mudo! Lo que pasa es que no hay peor sordo que el que no quiere oír.

 -    Bueno, bueno, no te enojes. ¿Cientos de líneas, dijiste?

 -    Claro, hablo por la naturaleza, por los árboles, el viento, la música y los atardeceres y hablo por la historia, torciendo aquí, influyendo allá, parando aquello otro... ¡tantas veces! Hablo también por medio de profetas y de sacerdotes, hablo por medio de la Escritura y por medio de mis apóstoles, hablo en cada sacramento y en cada milagro. En realidad, bien mirada la cosa, sabrás que todo Yo soy una inmensa palabra... y me la paso tratando de comunicarme con ustedes, pero, lamentablemente, ustedes siempre andan tan, tan, ocupados, ¡ja! De última, uso el teléfono rojo.

 -    ¿El teléfono rojo?

 -    Sí, ya sabés, un cáncer de huesos o un derrumbe, o un accidente de tren, o un...

 -    No bueno, mirá, no te pongas así: yo creo que podemos conversar lo más bien sin que, esteee..., haga falta usar esa línea.

 -    Sí, tal vez. Entretanto con vos he tenido que recurrir a esta línea de emergencia. Acá los ángeles la llaman la «hot line»... (risas).

 -    ¿La «hot line»?

 -    Sí. Porque dicen que cada vez que la uso es porque estoy enojado... (más risas).

 -    ¿Y no es verdad?

 -    No. Pero, en otro sentido, sí. Después de todo es para emergencias... Capaz que los ángeles tienen razón.

 -    ¿Y cuál es, Señor, digo ¿no?, esta emergencia que hace que tengas que hablar conmigo por esta línea?

 -    Ya vas a ver, esperáte un poquito. Que sea una emergencia, aquí en el Cielo, no es como abajo. Es urgente esperar.

 -    Eso es del Generalísimo. ¿Está en el Cielo?

 -    Mirá, no vamos a ocupar esta línea para hablar de política... Quiero saber cómo anda Josecito.

 -    ¿Josecito? Bien, bien... ¿por qué preguntás? Se supone que él está en comunicación contigo... por la otra línea.

 -    Hmmm, puede ser. Pero yo quiero saber por boca tuya. Después de todo sos el padre, ¿no?

 -    Sí, sí, claro. ¿Pero qué te puedo decir que no sepas?

 -    Me podés decir lo que no sabés para que yo te lo aclare.

 -    Bueno... si es así la cosa... ¿pregunto, nomás?

 -    Adelante.

 -    ¿Tiene vocación?

 -    ¿Quién?

 -    ¡Dale, che! Si estamos hablando de él: ¡Josecito!

 -    Depende de lo que entiendas por vocación.

 -    Pero... ¡pero no le des tantas vueltas! Vos sabés a lo que me refiero...

 -    Tal vez. Pero vos no.

 -    Me estoy mareando. ¿Qué es la vocación?

 -    No. Vos tenés una nebulosa ahí.

 -    Como en tantas cosas...

 -    Sí, bueno. ¿Querés aclararla?

 -    Esteee... sí, Señor.

 -    Bueno, preguntá de nuevo.

 -    ¿Josecito tiene vocación?

 -    Esa ya me la preguntaste y ya te dije que depende de lo que entiendas por «vo-ca-ción».

 -    Que lo querés cura.

 -    Mirá, viejo, vamos por partes. Lo quiero santo.

 -    Sí, yo también. ¿Pero, por dónde, como cura o como casado?

 -    Como sea.

 -    ¡No vale! No me contestás la pregunta.

 -    Estás equivocado. Siempre contesto las preguntas. Lo que ocurre es que no siempre se formulan con claridad. Si me preguntaras un poco mejor...

 -    ¿Cómo?

 -    ¿Qué querés saber?

 -    Si Josecito tiene que ser cura... si vos quisieras que fuera sacerdote tuyo.

 -    Eso está un poco mejor. Sobre todo porque no usaste la palabrita de la confusión.

 -    ¿Cuál?

 -    “Vo-ca-ción”. Con eso padecen una gran “equivocación”.

 -    ¡Bueno, qué sé yo! Si no querés, no la usamos, pero a mí me enseñaron...

 -    Sí, ya sé. Te enseñaron mal.

 -    ¿Mal?

 -    Pésimo. Pero dejemos eso ahora y volvamos a lo nuestro.

 -    Bueno, si vos decís...

 -    Pregunte de nuevo mi amigo.

 -    ¡Otra vez! Bueno, ahí va: si para ser santo, Josecito tiene que ser cura.

 -    No.

 -    ¿Cómo “no”?

 -    No. Ahí preguntaste con alguna precisión. Yo te contesto igual.

 -    Pero, pero... ¿vos no querés que sea sacerdote tuyo?

 -    Esa es otra pregunta. Y a esa te voy a contestar derecho viejo: quiero que sea santo, como sea.

 -    ¿Y bueno, no te gustaría que fuese sacerdote tuyo?

 -    Me gustaría si a él le gustara. Sobre gustos no hay nada escrito.

 -    Pero, ¿no necesitás sacerdotes?

 -    Mirá José, te voy a hablar claro: yo no necesito nada. Ustedes necesitan sacerdotes y apóstoles y testigos de la fe. Por eso les dije que había que rogar al Padre para que enviara operarios a la mies. Aunque no te vayas a creer que los operarios son todos curas, ni mucho menos. Ese es un invento de los curas. Pero yo, YO, no necesito nada.

 -    ¿Y no te gustaría que Josecito fuera uno de ellos?

 -    Ya contesté eso.

 -    Bueno, está bien. ¡Cuántas vueltas que tiene esta charla!

 -    Sí, tal vez. Pero no soy yo el que anda con vueltas...

 -    Quiero saber si vos lo llamaste a Josecito para el ministerio sacerdotal.

 -    A todos llamo para eso. A vos también te llamé. Algunos tienen las condiciones para desempeñar ese ministerio en su plenitud, otros en grados menores. Ya les mandé a Tomás de Aquino para que les explicara eso hace unos cuantos años y todavía no la entienden... Pero, sí, todos están llamados al ministerio sacerdotal desde el bautismo.

 -    Ya sé, ya sé. Pero, entonces, ¿vos lo llamaste a Josecito para, como decís vos, «desempeñar el ministerio sacerdotal en su plenitud»?

 -    Si quiere, sí.

 -    ¿Y si no quiere?

 -    Y si no quiere, no. Que haga lo que mejor le parezca. No quiero reclutas forzados. Estoy harto de ellos. Es como el Obispo ése que se quejaba de que le faltaban trece sacerdotes y le sobraban veintisiete. A mí me pasa algo de eso. El «problema de las vocaciones» como dicen algunos filisteos allá abajo, no es que falten vocaciones. Es que sobran...

 -    ¿Sobran?

 -    Sobran sacerdotes que no recuerdan cómo, ni por qué diablos se metieron en camisa de once varas. Sobran sacerdotes que entraron por una veleidad, o influenciados por un medio en el que se sugiere que por ahí tienen asegurado el Cielo, o que escapan de otras responsabilidades, o por temor a la vida, o que creen que van resistir todas las tentaciones con usar la sotana nomás, o que se cuentan a sí mismos que yo prometí la salvación eterna a todo el que se tira a la pileta... vestido con un disfraz negro. ¡Si me sobrarán curas! Sobran los que creen que el sacerdocio consiste en celebrar ceremonias mágicas, o que se convencen de que se trata de ser fieles al celibato y punto. Sobran los que se creen más santos por ser curas nomás. Sí, José, si te lo tengo que decir todo, el problema de las vocaciones, visto desde aquí arriba, es que sobran curas por todos lados. Y en más de un caso primero se desordena a los jóvenes y luego se los ordena…

 -    ¿Y no te haría falta uno bueno, bueno, bueno de verdad?

 -    Ya te dije. A mí no me hace falta, pero a ustedes les vendría bien, muy bien, claro que sí. Para eso llamo.

 -    ¿Me llamás a mí para que Josecito sea un cura de verdad?

 -    En parte, sí. Es que depende de vos también, qué te vas a creer...

 -    ¿Cómo «de mí»?

 -    De vos. Tenés que entrar en la lisa, vos también. Vos, tu mujer, tus amigos, todos están mezclados en este asunto de ser santos todos y a cada cual le voy a pedir cuentas por sus intervenciones... y omisiones.

 -    ¡Pero, pero, no tengo idea sobre... qué se espera de mí! ¿Qué sé yo de vocaciones o no vocaciones? ¡Yo soy laico, Jesús, laico! ¡Y visitador médico, encima! ¡No me puedo meter en esas cosas!

 -    Otra vez la palabreja esa... ¿Y designás a  tu incumbencia específica como “esas cosas”? Dejáte de embromar. Se te pide que te metas, a fondo, en tu misión de padre. Esa es misión sacerdotal también, no vayas a creer. Y yo te pido que te mezcles en eso con sangre y vida porque como dijo alguna vez Juan de la Cruz: en las cosas de su oficio, es obligación acertar. Eso también lo dijo hace unos cuantos años y todavía no lo entienden... como lo de Santo Tomás.

 -    Disculpáme Jesús, pero tengo el oído colorado y me siento un poco mareado... ¿qué tengo que hacer?

 -    Ser un padre como tu Padre que está en los cielos...

 -    Como Dios, nada menos.

 -    Y sí... está en el Evangelio, no sé si te acordás...

 -    Esteee... sí. Nunca lo entendí, la verdad, qué querés que te diga.

 -    ¿Y bien? ¿Anduviste preguntando por ahí?

 -    Bueno... esteee... después me olvidé... ¡qué sé yo! ¡tantas cosas!

 -    Está bien, está bien, entiendo. Pero ¿no vas a averiguarlo ahora, que me tenés a tiro?

 -    Sí, claro, ¿pero cómo he de ser perfecto como mi Padre que está en los cielos?

 -    Fijáte cómo hace El. Te trae al mundo. Te confiere talentos, familia, salud, educación, amigos. Después te revela sus reglas, sus mandamientos. Te explica su sentido y fin. Y después te deja solo para que hagas como puedas... para llegar al cielo. Algunas veces, pocas, aparece para darte una mano en esto o aquello, pero por lo general, te deja las cartas para que juegues como te parezca...

 -    ¡Hmmm! Bueno. No estoy tan mal rumbeao entonces. A Josecito lo traje al mundo. Lo eduqué como pude, y ahora lo dejo que agarre para donde le parezca...

 -    ¡Correcto! Falta una sola cosa nomás.

 -    ¿Una cosa? ¿Qué cosa?

 -    Que le expliques lo que te acabo de explicar. Sin usar la palabreja. O poniéndola en su lugar. Yo no llamo sino a la santidad, como sea. Rara vez me meto a decir que conviene que fulana sea monja del Instituto de «la Divina Pastora y los Inmaculados Corazones de Jesús y María y el Santísimo Rosario de la Virgen de Lourdes». Muy pocas veces me metí a decirle a alguno «te tenés que casar con fulanita»... porque es tu «vocación». Nunca, no creo recordar haber nunca dicho a nadie que tenía que ser misionero en Zambia o en el Ecuador... o seguir medicina, o anotarse en una carrera de automóviles, o aprender a tocar la guitarra...

 -    ¡Cómo no! ¿No la mandaste a Teresita al Carmelo, a la otra Teresa a Calcutta, a San Luis a las Cruzadas, a Juana de Arco a la hoguera? ¿No mandaste a Francisco a fundar una Orden y a de Foucauld al desierto? ¿Acaso todos ellos fantaseaban?

 -    No, son mis preferidos, y los quiero más que a otros, pero nunca les dije eso. Y no es por haber hecho eso que los quiero tanto. Les dije que tenían que ser santos y ellos indagaron por dónde y luego de grandes titubeos y dudas y angustias e idas y vueltas, agarraron por donde mejor les parecía. Porque querían agradarme a mí, y para eso hay que descubrir mi voluntad. Y eso no se compra en el almacén de la esquina y supone antes una «interminable crucifixión interna».

 -    Pero, pero, entonces vivían en una gran oscuridad... ni siquiera sabían si acertaban en lo que hacían...

 -    ¡Mirá con lo que me salís! ¡Por supuesto que sí! ¿O vos te creés que los santos son unos tipos que se «programan» y van derechito viejo sin titubeos en esta o esta otra dirección? ¿Estás loco? ¿De dónde creés que sale lo de la noche oscura? ¿Nunca leíste un salmo? ¿No conocían la oración de Newman, «que mis tinieblas sean la luz de los demás». ¿Nunca viste la cara del Papa?

 -    Entonces es muy difícil llegar a santo... por ahí, en una de esas rumbeás mal y no tenés idea...

 -    Duc in altum. Eso está en el Evangelio, no sé si te acordás. Como aquello otro de que son muchos los llamados y pocos los elegidos. Es difícil... ¡claro que es difícil! Pero por otro lado es fácil. Por eso dije que mi yugo es suave y mi carga ligera...

 -    Sí, ya me acuerdo. Una de cal y otra de arena.

 -    Bueno, pero para la de arena basta con tener eso que mi hija dilectísima, Teresa la Grande, recomendaba... ¿te acordás?

 -    No, ¿qué cosa?

 -    Ganas de acertar.

 -    ¿Ah, sí? Es fácil entonces...

 -    Por eso San Agustín decía que el que quiere ser santo ya es santo...

 -    Entonces zafamos todos...

 -    Y el Martín Fierro que “en la güella del querer no hay animal que se pierda”.

 -    Listo el pollo, entonces... No, tenés razón, no es tan difícil.

 -    Difícil o fácil son categorías difíciles. Dejá eso o te vas a enredar en otra discusión... Pero no conmigo, sino con el Diablo.

 -    No, eso no me interesa. Está bien: no importa si es difícil o no... lo que sí importa es esas “ganas de acertar”... ¿correcto?

-    Claro, y con eso tenés que ser perfecto como tu Padre en los Cielos.

 -    Hmmm... me perdí. ¿Cómo es eso?

 -    Está clarísimo: tenés que ayudar a tu hijo a ser santo y para eso hacé como Dios hace con vos... se mete lo menos posible. Y cuando se mete, difícilmente se note.

 -    ¡Pero si eso es lo que decía yo! ¡No me quiero meter, no me metí y no me voy a meter!

 -    Bueno, para eso te llamé por esta línea...

 -    Para decirme eso... ¡pero no hacía falta!

 -    No, José. Para que te metas. Ya te dije que ésta es línea de emergencia. Y por más que no tenés que ser un padre entrometido, hay veces que las emergencias reclaman que te metas, para proteger a Josecito de los entrometidos. Para enseñarle a ser él mismo. Una persona. No puede ser cura si antes no es alguien. No va lo más alto sin lo más bajo, ¿sabés?

 -    ¿Y cuál es la emergencia?

 -    La emergencia que hay aquí arriba es que hay unos impacientes que han decretado una falsa emergencia allá abajo... Todos andan apurados y apurando... Y a mí no me gusta que me apuren, y no me gusta que anden apurando a mis hijitos...

 -    ¿A quién?

 -    A Josecito. No me gusta que lo meloneen, que lo presionen, que lo programen, que lo induzcan. No me gusta que lo tironeen, que se ejerza el poder paternal o sacerdotal o eclesiástico o lo que sea para interferir en su conciencia. Ese es un recinto sagrado, allí esta el Sancta Sanctorum donde Yo sólo puede entrar... si me dejan. Porque has de saber que ni Yo puedo entrar si no se me permite, si no se me da licencia, si no se me llama. Así quiero yo que sea y abomino de los que se meten en la conciencia de los demás, con o sin permiso.

 -    Pero yo no le dí manija, nunca. Ya te dije que nunca me metí, para nada...

 -    Puede ser. Pero tu oficio de padre consiste en impedir que ningún otro le dé manija. Na-die. ¿Me entendés?

 -    Bueno, sí. Pero no veo a quién te podés referir...

 -    Fijáte un poco y vas a ver. Que nadie lo apure a tu hijo. Y si no sabés quien lo anda apurando, frenálo igual. Que tenga paz. Que espere. Que tenga paciencia. Hay un tiempo para todo... y yo nunca jamás anduve apurado. Para nada. Y que aproveche el tiempo. Que piense un poco sobre cuál es su misión en este mundo. Y después por dónde la puede realizar mejor... son cosas que no se resuelven en un par de meses... y menos cuando tenés 16 años y no sabés donde tenés la mano derecha...

 -    Bueno, Señor, creo que empiezo a ver algo.

-    Enhorabuena, mi buen José, enhorabuena. Y quedáte tranquilo si hay mucha cosa que no entendés. Eso le pasaba a los santos, ya te dije y en una de esas...

 -    ¿No me vas a canonizar, no?

 -    Entuavía no. Pero si algún día se hace te llamaré por tu nombre verdadero, el que te reservé desde toda la Eternidad.

 -    ¿Cuál?

 -    Es secreto, por ahora es secreto. Pero es algo así como «El que se violentó a sí mismo preguntándose cosas que no sabía cómo contestar y que igual, de todas manera, nunca, jamás, se dejó manijear, contentándose con su gana de acertar».

 -    Suena lindo...

 -    Sí. Con tal de que cumplas con eso, serás santo, ya vas a ver.

 -    No parece difícil.

 -    ¿No te parece difícil? Probálo y hablamos de nuevo. Pero por ahora esta conversación se terminó. Tengo otros llamados que hacer. Saludos a los tuyos y una bendición especial para tus hijos.

 -    ¡Holá, hola, holá! ¡Buehhh! Se cortó la línea... quiero decir, esta línea, ustedes me entienden...

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