sábado, 29 de diciembre de 2007

Las últimas batallas


El siglo XX se caracterizó, entre otras cosas, por ser el marco temporal de guerras declaradas abierta y claramente contra la fe. Es el caso de la guerra cristera de México y la Guerra Civil Española. En ambas, la lucha era entre la religión y la impiedad atea.
El siglo XIX, en cambio, cobijó guerras que no sólo eran contra la fe, sino contra el orden cristiano establecido. El caso paradigmático lo constituye la guerra de La Vandée, cuando los católicos del oeste de Francia se levantan contra los revolucionarios en defensa no sólo de la religión sino también del rey. Pareciera que, una vez destruido el orden tradicional, la próxima (¿y última?) trinchera era la fe, y contra ella se dirigieron en la centuria apenas concluida.
Creo yo que podríamos considerar también a la guerra de Crimea como una de estas últimas batallas, y derrotas, libradas contra el orden cristiano. Me ayudarán a dilucidar si verdaderamente fue así los lectores del blog que conozcan la historia mejor que yo.
Esta guerra se desarrolló entre 1853 y 1856 en el Mar Negro, principalmente en torno a la ciudad de Sebastopol, entre el imperio ruso y una coalición de naciones integrada por Turquía, Inglaterra, Francia y Cerdeña, con el apoyo tácito de Prusia y la traición del imperio austro-húngaro. La guerra terminó con la derrota rusa, luego de la muerte del zar Nicolás I. Mi hipótesis es que las fuerzas rusas representaron al orden tradicional que combatió a la revolución.
Es verdad que la ocasión que desencadenó el conflicto fue, a primera instancia, una afrenta a la iglesia católica romana. En efecto, el sultán de Turquía entregó las llave de la iglesia de Belén, cuyos territorios estaban bajo su poder, a los católicos, lo que provocó la queja del zar Nicolás I, protector de los ortodoxos. Francia apoyó incondicionalmente a los católicos y Rusia, afrentada, ocupó los principados danubianos de Valaquia y Moldavia que estaban en poder del imperio otomano. Y a partir de aquí, la guerra abierta.
Sin embargo, la cuestión de los templos de Tierra Santa fue sólo una excusa. Creo yo que a Napoleón III no le interesaba tanto apoyar a la Iglesia cuanto detener el imperio ruso y defender el comercio francés en Oriente medio. Su alianza con los católicos había sido sólo una estrategia que le permitió ser elegido emperador de los franceses. Lo demostrará luego con su apoyo a los independentistas piamonteses y, consecuentemente, la desaparición posterior de los Estados Pontificios.
La figura central en este episodio es la del zar Nicolás I. Es verdad que se trataba de un personaje mesiánico, envalentonado por todos los triunfos que había conseguido a lo largo de su reinado, confiado en los favores que le debían los monarcas europeos, muchos de los cuales permanecían en sus tronos gracias a él, y convencido de la misión providencial de la madre Rusia. Pero el zar estaba convencido también de que él representaba al orden tradicional cristiano, y que la defensa de este orden justificaba, en ciertos casos, la guerra. Cuando se decide a atacar a la infiel Turquía lo hace seguro del apoyo de las naciones cristianas que no dudarían en liberar a sus hermanos en la fe, no sólo los danubianos, sino también los búlgaros y los griegos, del dominio musulmán. A los ojos de Nicolás, lo suya era una nueva cruzada. Y es así que, cuando se concreta la alianza turco-franco-británica, el zar anuncia a su pueblo, en febrero de 1854, que ha declarado la guerra a Inglaterra y Francia porque estas naciones se han ubicado “junto a los enemigos de la cristiandad”.
Con el paso de los meses, Nicolás ve con estupor que todas las naciones se definen en defensa del Islam. Aún el emperador austro-húngaro, Francisco José, que le debía el trono al zar, adopta una actitud hostil. El zar Nicolás I, creyendo reunir en torno a su bandera a toda la cristiandad, sólo ha conseguido reunir contra él una alianza mostrenca entre revolucionarios, católicos y musulmanes.
Es verdad que entender la guerra de Crimea sólo desde este punto de vista sería simplista. Detrás estaba también el temor de Europa al creciente poderío ruso. Pero, en el fondo, creo que se trató de una guerra entre las restantes fuerzas de la cristiandad contra los intereses comerciales de Inglaterra y Francia en Asia Menor y contra los ideales revolucionarios triunfantes en tierras galas y que habían ya infectado todos los países europeos. Los revolucionarios no podían soportar que Nicolás I siguiera considerándose el Autócrata de todas las Rusias, y actuara como tal.
No puedo dejar de ver un paralelismo entre Nicolás I y Francisco Franco. Ambos son conscientes de su misión providencial y, contra viento y marea, contra opiniones y consejos, persisten en sus convicciones. Ambos fueron capaces de hacer frente, con suerte diversa, no sólo a las fuerzas claramente anticristianas, lo cual es bastante fácil de resolver en la consciencia, sino también al mundo liberal y revolucionario, lo cual es bastante más difícil, porque en él militan, disfrazados de ovejas, un buen número de obispos e intelectuales “cristianos”.
Puesto yo en lugar de los súbditos de Nicolás, siento una sana envidia. Tenían un rey, elegido por Dios, y que peleaba por la religión. ¡Cuánto nos cuesta a nosotros, nacidos en el desamparo, imaginar esa situación! Jamás tuvimos una “padrecito zar” que nos protegiera. Nuestros “padres de la patria” no fueron más que confabulados masones y liberales, en el mejor de los casos y, luego, una banda de oportunistas que accedieron al poder en el esperpento democrático que nos heredaron aquellos progenitores. Y en la fe, no sé si algún otro compartirá conmigo la terrible y desoladora sensación de orfandad que experimenté durante el largo cuarto de siglo de pontificado polaco. La restauración de Benedicto XVI, que supongo breve, me da un respiro. ¿Será el aliento prometido a los fieles antes de la consumación final?


miércoles, 26 de diciembre de 2007

viernes, 21 de diciembre de 2007

FELIZ NAVIDAD

OCTAVO KALENDAS IANUARII,
Anno a creatione mundi,
quando in principio Deus creavit coelum et terram,
quinquies millesimo centesimo nonagesimo nono:
A diluvio vero, anno bis millesimo nongentesimo quinquagesimo septimo:
A nativitate Abrahae, anno bis millesimo quintodecimo:
A Moyse et egressu populi Israel de Aegypto, anno millesimo quingentesimo decimo:
Ab unctione David in regem, anno millesimo trigesimo secundo:
Hebdomoda sexagesima quinta juxta Danielis prophetiam:
Olympiade centesima nongentesima quarta:
Ab urbe Roma condita, anno septingentesimo quinquagesimo secundo:
Anno imperii Octaviani Augusti quadragesimo secundo:
toto urbe in pace composito,
sexta mundi aetate,
Jesus Christus aeternus Deus,
aeternique Patris Filius,
mundum volens adventu suo piisimo consecrare,
de Spiritu Sancto conceptus,
novemque post conceptionem decursus mensibus,
in Bethlehem Judae nascitur ex Maria Virgine factus homo:
NATIVITAS DOMINI NOSTRI JESU CHRISTI SECUNDUM CARNEM!
FELIZ NAVIDAD
para todos los lectores del blog

martes, 18 de diciembre de 2007

Ronald Knox y la Amistad

(En la foto: fila de arriba, segundo desde la izquierda es Evelyn Waugh, biógrafo de Knox. Fila de abajo: segundo desde la izquierda es el P. Martín D´Arcy, legendario jesuita de Oxford; luego, el duque de Berwick y Alba, el "Master" de Balliol y el último, Ronald Konx)



Ronald Knox tuvo un gran e íntimo amigo en su juventud y que lo precedió en su conversión a la Iglesia católica. Su nombre era Guy Lawrence. Lamentablemente, murió en combate en la Primera Guerra Mundial. Según su biógrafo, el corazón de Ronnie estuvo diecinueve años vacío hasta que pudo encontrar nuevamente la amistad. Y esta vez fue una mujer. Su nombre era Daphne Strutt, miembro de una familia de agnósticos, y ella misma apenas una anglicana nominal. Su matrimonio con Lord Acton y consecuente conocimiento del mundo católico, le provocaron el interés de conocer más de la Iglesia y, luego, su deseo de convertirse. Será el P. Ronald Knox el encargado de instruirla en la nueva fe.
Esta relación apenas discipular terminará engendrando una profunda amistad de la que pueden relatarse muchas anécdotas. Por ejemplo, durante un crucero por las islas griegas, en el que se suponía que Ronald sería conferenciante para el importante grupo de católicos que participaban, dedicó su tiempo exclusivamente a Lady Acton, para malestar y desagrado del pasaje. Además, su intercambio epistolar fue, durante mucho tiempo, diario.
Cuando luego de varios años de capellanía en Oxford, y harto ya de ser una de las tantas atracciones de la ciudad, Ronnie decide alejarse de esa función, elegirá, con permiso de su obispo, a Aldenham como lugar de residencia. Era esta la casa solariega de los Acton y fungirá allí de capellán privado de la familia, aunque esto significó, como el advirtieron, su alejamiento de la escena eclesiástica inglesa y, consecuentemente, de sus posibilidades episcopales.
Sus años en Aldenham son los años de la guerra, cuando la casa se ha convertido en una refugiada escuela de niñas de Londres con sus monjas y profesoras, y Lord Acton se encuentra con su yeomanry en Inglaterra, y luego movilizado en Italia. Y serán los años de intensos y continuos diálogos amicales entre Ronnie y Daphne. Terminada la guerra, los Acton se trasladan a Rhodesia, donde Ronald los visitará poco tiempo antes de su muerte.
Esta breve relación de la amistad de Ronnie con Lady Acton puede escandalizar a varios. Encuentro paralelismos con las amistades de Castellani y Alicia (el recuerdo de la cual le valió al autor de la verde biografía del cura que su libro fuera puesto en el Index por el respetado Castellanista Mayor Argentino); San Jerónimo y Santa Paula y, también, Nuestro Señor y la Magdalena. Fueron todas amistades saludables, con buenos frutos particulares y, también, universales. Como bien escribía Knox a Lady Acton, “La Vulgata nunca se habría escrito si Santa Paula no le hubiese dicho a San Jerónimo: ´Come on, now´”.
La amistad de Ronald me permite plantear el interrogante del valor e importancia de la amistad cristiana. No se trata, claro, de descifrar una tarjetita melosa de Paulinas, sino de profundizar en un tema descuidado. Veamos:
Es notable la enorme consideración e importancia que poseía la amistad durante la Edad Media. Y no hablo de la amistad como inasible categoría platónica sino de la amistad concreta, aquella que podemos calificar de “amistad particular”, más allá que está expresión haya quedado viciada luego de las recomendaciones tridentinas y, sobre todo, por la literatura veladamente homosexual francesa de Roger Peyrefitte y André Gide, y su réplica criolla de Manucho Mujica Lainez y Abelardo Arias.
En la alta Edad Media no se encuentra un tratado acerca de la amistad, pero sí es posible acceder a los cuantiosos y voluminosos epistolarios en los que, de un modo coloquial y hasta familiar, encontramos expresiones de amistad. Copio aquí algunos párrafos:
Pedro, arzobispo de Milán, lee el siguiente párrafo de un carta de un discípulo suyo:
“Tengo memoria de tu dulcísima humildad y amor, y gimo por la ausencia de aquel cuya llama de la caridad arde en el corazón del hijo. Cuánta es la infelicidad de este mundo que separa a amigos tan queridos, que separa al hijo del padre. Oh, si tuviera las alas del águila para que pudiera atravesar más veloz que el Euro las cumbres de los Alpes!, qué pronto estaría ante los pies paternos para refrigerar los ardores de mi pecho con la visión del padre. Pero como no podemos hacer esto, vistámonos con las dos alas de la caridad: estemos presentes en Cristo así como estamos ausente en el mundo. ¿Qué es la caridad sino la unión de las almas... Yo, tu hijo, te suplico que por su misericordia (de Cristo)..., que conserves escondido en el santísimo tesoro paternal de la memoria el nombre de éste tu hijo.”
Arno, arzobispo de Salzburgo, lee lo siguiente en una epístola de su maestro:
“Muchas veces la figura del amigo se separa, pero nunca deben separase en la dulzura de la caridad. Donde el amor es verdadero, allí está firme la memoria de la hermandad. Donde la raíz de la amistad es firme, está fijado el tesoro en el pecho. Entonces, ciertamente, se multiplican las ramas vestidas con las flores de la fe, hasta que los frutos de la eterna alegría colmen a los que posee verdadera caridad entre ellos...”
Paulino, patriarca de Aquilea, recibe una carta de un condiscípulo que dice:
“No necesariamente la ausencia del cuerpo divide el amor, porque la amistad que puede abandonarse nunca fue verdadera. Siempre amaba, dulcísimo amigo, lo que conocía de ti, y mi corazón ha escrito la alianza de la amistad en tu corazón. Y así está escrito el nombre de mi Paulino, y no en cera, que se puede borrar. Te pido que no olvides en tus santas oraciones el nombre de éste tu amigo, sino escóndelo en algún rincón de la memoria, y anúncialo en el tiempo oportuno, cuando consagras el pan y el vino en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo.”
Me llama la atención las constantes referencias al “pecho” o al “corazón” que se encuentran en estos textos y las expresiones que, hoy, no nos permitiríamos entre amigos tales como “refrigerar los ardores de mi pecho con tu visión”. Más de un mal pensado pensaría mal. Creo que los medievales no tenían aún esos reparos y eran capaces de expresar de un modo gráfico y plenamente humano, hasta carnal, el profundo amor que los unía a sus amigos y de los que estaba separados por las distancias casi insalvables de la época.
En el siglo XII encontramos ya un tratado dedicado exclusivamente a la amistad. Se trata del De amicitia, traducido como La amistad espiritual de San Elredo de Rieval (la versión latina está en el tomo 40 del Migne y hay una edición castellana por los cistercienses de Azul en la lamentablemente desaparecida colección de "Padres Cistercienses"). Este cisterciense vivió hasta los veinticuatro años en la corte del rey David de Escocia, donde traba una gran amistad con San Waldef, hijo del rey, quien morirá siendo abad del Cister de Melrose. Elredo mismo ingresa al monasterio cisterciense de Rieval del que terminará siendo abad. También allí se distinguirá por la dulzura de su trato y por profundas amistades, como la que lo unirá a su discípulo Juan, a quien le dedica su tratado sobre la amistad espiritual, y con Walter Daniel, otro de sus novicios, quien será, además, su primer biógrafo. (La Vita Ailredi de Walter Daniel no es fácil de conseguir. Hay una traducción inglesa de los años ´50 inhallable y una reciente edición italiana que no conozco).
Copio aquí algunos párrafos de Elredo:
[20] “El amigo es el custodio del amor o, como dicen otros, el guardián del alma." Sí, es necesario que mi amigo sea custodio del mutuo amor y, aun más, de mi misma alma, para que guarde con silencio fiel todos sus secretos; para que cure y cargue con todas sus fuerzas cualquier vicio que vea; para que goce cuando gozo y llore cuando lloro, y sienta que son todas suyas las cosas de su amigo”.
“[26.] El beso espiritual es propio de los amigos, sujetos a la ley de la amistad. No se da por el contacto de las bocas, sino por el afecto de las alma. No por la unión de los labios, sino por la fusión de los espíritus. La presencia del Espíritu de Dios en esta conjunción todo lo torna casto y, por su participación, es pregustación del cielo. Esto, que llamo beso de Cristo —aunque no lo ofrece él directamente, sino a través de otro—, inspira, en los que se aman aquel sacratísimo afecto por el que, pareciéndoles ser dos en una sola alma, dicen con el Profeta: ¡Ved qué dulzura, qué delicia es habitar los hermanos unidos! [27.] Acostumbrándose el alma a este beso y no dudando de que toda su dulzura le viene de Cristo, como si reflexionara consigo misma, dice: ¡Oh, si él mismo se me acercara! Y, suspirando por el beso intelectual, clama: ¡Béseme con el beso de su boca! De modo que, mitigados ya los afectos terrenos y sosegados todos los pensamientos y deseos mundanos, sólo en el beso de Cristo se deleita y en su abrazo descansa, exultando y diciendo: Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza.”
No niego que me resulta un poco chocante el vocabulario de Elredo, y que más de uno ha malinterpretado, pero habla ex abundantia cordis, con la oratoria de su época. Si no nos gustan las palabras, quedémonos con el espíritu de sus discurso, y que es lo que a mí me interesa destacar en este post.
Entre los cristianos, la amistad no es optativa; la amistad es necesaria. El amigo no es el compinche ni el cómplice, sino es la ayuda imprescindible para llegar a Cristo. Muchos ejemplos tengo yo de laicos, curas, monjas, etc., que se creyeron fuertes francotiradores, y los pobres terminaron perdiendo la fe o dejando el ministerio.
La amistad no es una entidad vaporosa. Es concreta y real. Los jesuitas, en su deleterea y constante labor de destrucción de la tradición, anatematizaron las amistades particulares, especialmente en los medios religiosos, por temor a los desvíos que eso podía traer a una naturaleza caída como la nuestra. Existía, por cierto, una base de prudente cautela, pero ellos lo hicieron a lo bestia, y así, cualquier amistad particular, es decir, de Juan con Pedro por ejemplo, fue prohibida. Tal como ocurre hoy en el seminario de Hobbes, la amistad debe ser de Juan con todos sus compañeros seminaristas, con todo su grupo de francachela seminaril y cualquier apartamiento de dos del gran grupo es mirado con sospecha, luego denunciado y, finalmente, prohibido. Y así quedan los pobres curas, deshilvanados por parroquias y capillas, solitos portadores del enorme peso de su elección y, cuando el astuto Demonio de Mediodía se acerca, los encuentra sin muleta. Una sola zancadilla es suficiente para voltearlos, y a veces, de la peor manera.
En fin, este post no es una reivindicación del 20 de julio, día cursi si los hay. Es recuerdo de alguna cosa necesaria para ir al cielo.




viernes, 14 de diciembre de 2007

La falacia invisible


ESTIMADO AMIGO INVISIBLE:
En primer lugar, bienvenido nuevamente al Blog. Yo, y seguramente también los lectores, extrañábamos sus sabios y luminosos comentarios.
Esta vez Ud. se ha acercado cual romántico capitán de solitaria nao a defender el honor de la bella Jazmín que, intuyo, no es más que una mutación floral de nuestra conocida sor Dorotea.
Sin embargo, estimado Amigo Invisible, debo decirle que su navío no es más que un frágil barquito de papel.
En efecto, Ud. presenta un razonamiento falaz, es decir, quiere vendernos gato por liebre. Paradójicamente, ha caído Ud. es los lazos de la lógica aristotélica que con tanto ardor defiende. Veamos:
Ud. afirma que, de acuerdo al concilio de Vienne, quien niega la doctrina hilemórfica es hereje. Y transcribe la cita para corroborarlo: "Además, con aprobación del predicho sagrado Concilio, reprobamos como errónea y enemiga de la verdad de la fe católica toda doctrina o proposición que temerariamente afirme o ponga en duda que la sustancia del alma racional o intelectiva no es verdaderamente y por sí forma del cuerpo humano; definiendo, para que a todos sea conocida la verdad de la fe sincera y se cierre la entrada a todos los errores, no sea que se infiltren, que quienquiera en adelante pretendiere afirmar, defender o mantener pertinazmente que el alma racional o intelectiva no es por sí misma y esencialmente forma del cuerpo humano, ha de ser considerado como hereje."
La definición conciliar no se refiere a la “doctrina hilemórfica” como Ud. afirma en la respuesta a don “Pensamiento Libre”, sino al alma racional como forma del ser humano. Por tanto, el razonamiento que Ud. ha construido ha sido, más o menos, el siguiente:
- La doctrina del alma racional como forma del ser humano es parte integrante de la doctrina hilemórfica aristotélica.
- La doctrina del alma racional como forma del ser humano es una definición dogmática del Concilio de Vienne y, por tanto, quien la niega es hereje.
Ergo,
- La doctrina hilemórfica aristotélica es una definición dogmática del Concilio de Vienne y, por tanto, quien la niega es hereje.
Como Ud. bien sabe, una de las preciosas reglas del silogismo categórico dice que ningún término puede estar tomado en toda su extensión en la conclusión si no lo está en la premisa respectiva. Y Ud. ha tomado en toda su extensión el sujeto de la conclusión, por ser una universal afirmativa, el que, sin embargo, no está tomado en toda su extensión en la primera premisa en tanto es predicado de una universal afirmativa.
Su razonamiento, estimado amigo, es inválido y, por tanto, falaz.
Por otro lado, si su razonamiento fuera correcto nos llevaría, en lógica deducción, a incorporar al ámbito de la revelación la metafísica aristotélica lo cual podrá ser muy del gusto y placer de los ucatomistas pero, lamentablemente, no lo es de la iglesia católica, hasta el momento.
Finalmente, conocerá Ud. el espíritu en el cual el Concilio de Vienne realiza esa definición dogmática: buscaba condenar los errores del fallecido adalid de los espirituales franciscanos, Pedro Juan Olivi, y no pronunciarse sobre cuestiones o cuerpos doctrinales filosóficos.
Estimado Amigo Invisible, a Ud. no se le escapa que lo suyo es una falacia. Fue muy cuidadoso en su primer comentario donde apenas si se “permite recordar”, y nos copia la definición conciliar. Si todo hubiese quedado allí, nadie podría acusarlo de formalmente falaz. Pero parece que don Pensamiento Libre lo sacó de las casillas, y pisó el palito.
No desaparezca por tanto tiempo. Se lo extraña.


lunes, 10 de diciembre de 2007

Otro cosmos


Siempre rechacé el dualismo. Como cristiano y como pensante, jamás me pareció aceptable separar la materia del espíritu, la res extensa de la res cogitans y, con el tiempo, lo que algunos consideran lo “malo” de lo “bueno”. Y en esto la teología católica occidental no me daba muchas respuestas. San Agustín, nos gusté o no, desprecia a la materia; Santo Tomás logra una síntesis interesante pero hay que reconstruirla a lo largo de toda su obra y desbrozarla de sus comentadores, tarea que, para mí, no es fácil.
La teología oriental ofrece una solución que me parece interesante. Veamos:
En una visión más o menos dualista, el único valor de la materia es la de ser una especie de envoltura que sirve ocasionalmente pero que, en un momento posterior, ya no servirá para nada. Sería esta la posición del platonismo agustiniano. En cambio, si prestamos atención a otro tipo de platonismo, el de los Padres griegos como los Capadocios, Dionisio y Máximo, las cosas cambian. Ellos introdujeron nuevamente en el platonismo el valor de la materia. Esto se ve claro, por ejemplo, en las luchas de Máximo contra los monofisitas y los monoteletas, en las que re-afirma el valor de la encarnación, del orden sacramental, de las realidades de la Iglesia y propone una recapitulación de la Creación hasta la materia. Y, mientras San Agustín, o al menos los agustinianos medievales, liquidaron a la materia para arribar a un mundo perfecto, los Padres griegos afirman que no hay mundo perfecto sin materia.
Si admitimos una creación emanadora de Dios, no necesaria sino libre, el derramarse de esa emanación divina es según los diversos grados de ser. Cada grado engloba al otro, llegando hasta la materia. Se produce luego un remontarse hacia Dios en el que cada nivel, en su ser, lo realiza sólo en cuanto es capaz de alcanzar su escalón superior: la materia tiende a la vida vegetal, la vida vegetal a la vida animal, la vida animal a la vida humana y la vida humana a la vida divina. Cada ser tiene densidad propia en la medida en que está abierto a lo alto, en un dinamismo de participación, regido por el principio dionisiano: Supremum infimi tangit infimum supremi. El punto más alto de elevación de un ser se abre al ser superior sin que puede entrar en él, al mismo tiempo que el nivel inferior de este otro ser encuentra a la realidad inferior.
Es una especie de engranaje en el que, finalmente, esta multiplicidad de niveles se coordina en la unidad, según la metafísica del Uno característica del neoplatonismo. Se produce así en cada nivel de ser una atracción recíproca que constituye el universo, no por una superposición de estadios, lo cual sería aristotélico, sino en tanto cada nivel tiende a alcanzar el otro y este otro alienta las propiedades del nivel inferior, conservando éste siempre la autonomía. A su vez, este nivel inferior tiende al superior en una atracción recíproca. En definitiva, se trata de una tensión entre el mundo inteligible del espíritu y el mundo sensible de los fenómenos.
En este concepción emanatista del universo, con tensiones entre cada uno de los niveles, se comprende mejor la presencia de Dios en la materia y que, tanto la materia como el hombre, están abiertos ontológicamente por el deseo natural de ver a Dios.
El espíritu se revela plenamente en el espejo material, que no es provisorio, sino eterno y definitivo. Existe de este modo una perfecta perichoresis del mundo espiritual y del mundo sensible. El mundo es uno: el mundo inteligible en su totalidad aparece fenomenológicamente en la totalidad del mundo sensible, expresado místicamente por imágenes simbólicas a los ojos de quienes saben ver. Cosmos único, como la sustancialidad del cuerpo y del alma constituyen a un hombre único, y sin que ninguno de los dos elementos suprima o rechace al otro.

Los guardianes de la ortodoxia y los abanderados del ucatomismo me dirán: eso huele mucho a Chenú, a von Balthasar, a nouvelle theologie. Y tienen razón. Pero me parece que también huele a cristianismo.
Reconozco que partiendo de estos principios puede arribarse a los disparates del progresismo contemporáneo, pero creo que vale la pena de correr el riesgo y animarse a pensar las cosas de otro modo que, en definitiva, no es ninguna novedad, sino la propuesta milenaria de los doctores de la Iglesia oriental.
“¿Para qué arriesgarse? El tomismo es mucho más seguro”. De acuerdo, pero el cristianismo, ¿es una religión de seguridades? ¿Es que el hombre religioso es quien vive en las dulzuras de las seguridades? Me temo que no.



jueves, 6 de diciembre de 2007

El aullido del Lobo (contra Tollers)


Nuestro amigo LUPUS ha lanzado un prolongado y nada despreciable aullido contra Sir Jack Tollers. Que se defienda!



Venía siguiendo atentamente la conversación sobre España, Franco y José Antonio. Venía pensando si tenía algo para aportar o para disentir. Casi llegué a la conclusión de que quizás tenía algo... y paf, Tollers. Su propia facundia me llevó a estar, en principio, sólo medianamente de acuerdo con él. Ojalá lo que digo a continuación sea recibido con el respeto que me anima.
Presumido. Bibliotecario. Es lo segundo que pensé al terminar la lectura de su extenso post. Lo primero lo pensé durante la lectura: brillante, puntual, trata de que no se le escape nada. Dejé pasar un rato, dejé pasar la noche y otro día, hasta que ahora, al borde la nueva noche, creo haber llegado a lo tercero. Anoto ya mismo una duda, una sola, que conservo: ¿preferirá ser entendido o consentido? Prefiero pensar que lo primero. Su página, que también sigo con atención, es excelente, benéfica: las traducciones que realiza, con tanto esfuerzo, no tienen desperdicio; va construyendo, con gran generosidad, un acervo pequeño todavía, pero de a poco indispensable. Un buen amigo de Wanderer. Se me presenta un problema, sin embargo (también con Wanderer), cuando desarrolla sus propios temas: siento que a veces se precipita a las conclusiones. Y hasta las clava en su génesis argumental (como en el caso de este post) para no olvidárselas. Luego, llevado por su conocimiento y su verbo veloz, va levantando temperatura hasta el clímax del desenlace. Dice que nos faltó inteligencia y nos sobró voluntad y que, por eso, ganaron los maricones... Bueno, eso me dejó otra vez la sensación de un pensamiento culto que termina acorralado por el frenesí de la batalla; o mejor dicho, un pensamiento fino que termina encogido, y que debería librarse un poco de tanta electricidad para no ser (perdón, sigo la línea expositiva) recogido.
Pero ¿vas a hablar del tema o de Tollers? Pretendo hablar del tema, pero de modo proficiente: voy a aprovecharme de la abundancia de su post para discernir entre un par de “medianías”. Lo que sigue ahora es lo tercero que pensé y ya no va dirigido al amigo Tollers.
No me atrevo a decir, por lo menos no todavía, que es un estilo constante o generalizado, pero a las pruebas me remito si afirmo que es precisamente a las personas formadas, “bienpensantes”, cultas, de doctrina sólida, a quienes su propia fuerza intelectual las impele a inclinarse hacia el lado del fatalismo, que es la actitud vital del pagano. El cual, de punta a punta de la historia, revive en cada uno de nosotros cuando nos bebemos de un solo trago, en cada encrucijada, el elixir maniqueo de los “dos bandos”.
¿No existen dos bandos? No, aunque sean muchísimas las veces en que los hombres nos dividamos de ese modo. Dios no es Zeus y Cristo no es Manes. Dios es Dios y existe y es. Es Padre, Hijo y Espíritu Santo.Y existen María Reina, los coros de ángeles, la comunión de los santos, los hombres vivos (si se quiere, la Iglesia triunfante, purgante y peregrinante o militante), en fin, el Creador y la entera Creación.
Acá abajo, del lado de la historia presente, toman forma las construcciones humanas buenas, mejores, mediocres y malas. Hay un “otro lado” que es el de los rebeldes, los soberbios, sean ángeles u hombres. ¿Y eso no es otro bando? Que no. Eso no es uno de dos bandos: es una banda, aunque con evidentes pretensiones de ser bando parejo, y que cuenta con nuestro inconsciente aporte para que así lo parezca. Los bandos lo conformamos acá, pero no hay relación de par en el cosmos. Y si no la hay, ¿por qué se conforman tan fácilmente?
“Dime por qué están aquí esas desventuradas, por qué han de sufrir esa miseria tan espantosa, por qué llora ese pobre niño, por qué ha de ser tan árida la estepa, por qué esas gentes no se abrazan y cantan alegres canciones, por qué tienen la piel tan negra, por qué no dan de comer al pequeñuelo...”. Es el sueño que redime a Mitia, en el punto más alto de su tribulación. Sueño en que lo sumerge el amor, acción inconcebible, palabra estropeada que nos avergüenza, primer verbo del Verbo.
Uno de los problemas capitales es la multitud, el grueso de los hombres vivos. Los desorientados, los perdidos, los confundidos, los acarreados, los aplastados, los ignorantes, los tontos, los torpes, los fatuos, los desesperados. Todos esos miserables, esa masa, esa gilada sin nombre que le da un contexto indeseable a nuestras vidas, como diría cualquier bastardo con ínfula. Quien piensa así, quien siente así (por más que pronuncie lo contrario), sabrá mucho, sabrá de todo, pero no es más que él mismo un miserable. Es lo que acusa.
[No puede amar a Dios, a quien no ve...] Cuando dirigimos nuestra mirada a esa realidad humana inmensa, perdida, atrofiada, amorfa, desatendida, nos vemos obligados a buscar otro modo de decir las cosas. Como hacía, por ejemplo, Chesterton. O el mismo Castellani, cuando se aflojaba la corbata. Pero nos cuesta hacerlo, no logramos diferenciarlos. No lo hacemos casi nunca, salvo para esgrimas literarias o para condimentar alguna anécdota. Ese hombre común también somos nosotros. Si miramos a nuestro alrededor no vemos gigantes. ¿Los hay? Lo que vemos son amigos y familiares. A los que no logramos ver es a los “demás”. Escuchamos y leemos el fruto de los esfuerzos intelectuales, a veces notables y luminosos. Pero sólo vemos a nuestros seres queridos y a los maestros inmarcesibles. ¿Eso está mal? Está bien y es absolutamente necesario. El problema son los demás: casi no los vemos, ni les hablamos, no sabemos qué decirles, como si ya formaran parte de la hilera del deterioro terminal y la condenación. Al separar con nuestra razón a los hombres en dos bandos, al discernir la existencia humana mediante esta dialéctica casi visceral, dejamos de buscar (y de querer) un modo de dirigirnos a los tantos “demás” que habitan el territorio geográfico o temporal por el que atravesamos. ¿Qué entienden esos “demás” de lo que aquí se habla? Un pito. O si entienden, o antes de entender, repudian. Me parece que también, sin quererlo, lo provocamos nosotros mismos. Porque por momentos nos congelamos en una postura erudita, como un impecable cartel señalizador de males y falsedades. Allá los malditos, acá los benditos, y en el inmenso medio, en esa frontera que es mucho más grande que los dos supuestos bandos, en esa línea divisoria que es como un mar de niebla, los “demás”. [... quien no ama al prójimo, a quien ve].
Todos acá consideramos un solo arquetipo superior socio-político: la Cristiandad construida imperialmente, o regiamente, con sabiduría y sangre, inteligencia y voluntad, a lo largo de muchos siglos, y que fue luego demolida golpe a golpe, hasta llegar a ese período nefasto de dos centurias (primera mitad del XVIII a la segunda del XX) en que confluyeron, entre tantas otras cosas, dos revoluciones y dos guerras para asestarle un mazazo mortal en cuatro tiempos.
(El nazismo fue sólo uno de los protagonistas, creo que consciente sólo en parte, o en gran parte inconsciente, del papel que desempeñaba, y que además incubaba en su propio seno la larva fatal que no sólo lo destruyó, sino que inexorablemente se adosó como un corrosivo, una pústula implacable de su memoria. Revisarlo es una tarea intelectual sumamente delicada, aunque creo que debemos poner en ello algún empeño. No obstante, sostengo que el mejor modo es no negarle sus pecados, ya no los establecidos por sus enemigos, sino por ellos mismos; sobre todo esa soberbia abisal de la división del mundo en superiores e inferiores, malditos y benditos (¿de quién?, ¿por quién?, ¿la naturaleza evolutiva?) y la crueldad consecuente. No creo posible recusar su deliberada aceptación de tamaño fatalismo y brutalidad. ¿Sentenciamos antes, para mantener el orden, a Lutero, a Calvino y a Fichte? De acuerdo, sigamos trabajando por esa visión integral.)
Lo que vino después es esto que vivimos ahora y que todavía se sigue desenvolviendo o descascarando, y que tan bien y prolijamente describe Tollers, aunque sobrecargado de tensión. Podemos discutir largamente si llamarlo modernismo, progresismo, liberalismo, naturalismo, gramscismo, mundialismo, simplemente materialismo, de acuerdo a la hora, el lugar y el clima, o todo eso junto bajo la etiqueta belloquiana de aloguismo. No sé qué más da ahora, si todavía se está irguiendo. Es un horror que todavía no tiene nombre. No tiene nombre de pila, pero sí un apellido legendario: anticristianismo. Tan obvio y, paradójicamente, tan opuesto a nosotros, a MÍ, que si me toca protagonizar el armagedón puedo dar por cierto qué uniforme llevaré puesto: esta mismísima seguridad tiene un sesgo de vanidad e ignorancia. La niebla, la sombra, se extiende en manos de nuestra vanidad, que es también nuestra debilidad.Es muy importante el esfuerzo de leer la historia también a la luz de las derrotas (la Vendée, la Cristíada) y a la sombra de las victorias (la Guerra Civil Española). Creo que sería un descuido imperdonable resbalarnos hacia una concepción que destaque la guerra y la violencia como el estado habitual de la vida del hombre. ¿Hará falta aclarar que estoy muy lejos de los que dicen “paz, paz”, de los que tiemblan ante la mínima mención de un combate? Lo que sí debo aclarar es que estoy tanto o más lejos todavía de los vampiros, los que paladean sangre, en especial sangre ajena, los que sueñan con gestas épicas... mentales. A la hora de la muerte, muy pocas veces se vio a los doctrinarios en la vanguardia.
El coraje sustancial del cristiano consiste en saber morir, no en saber matar. Se mata a otros, se muere por otros. Y si nos toca, lo que nos toque, mejor que sea en caballo propio y no en carreta ajena. Digo esto por tanto fervor ultramontano que a veces enciende la lengua de los doctrinarios, en especial los más viejos, los que a la hora de la batalla se quedan en el pueblo con las mujeres y los niños. Sé de algunos a los que no les faltarán cojones si hace falta, tengan la edad que tengan. Sé de otros que esgrimirán extraños argumentos, a la hora en que la inteligencia sobra y la voluntad se ausenta.
Claro que sería más grata la vida si pudiéramos dedicarnos a escribir manuales, fabulosos compendios, irrefutables cadenas de argumentos. Todo se resolvería rápidamente si alguien escribiera el libro perfecto, un libro que contenga el misterio de la vida y la muerte, de la felicidad y el dolor, el punto de equilibrio óptimo entre la inteligencia y la voluntad, entre el intelecto y la razón, entre la voluntad y la pasión, entre la doctrina y la emoción. Un libro del cielo y de la tierra que equivalga a mil bibliotecas juntas.
Pero es que ya tenemos todo eso. Tenemos más de mil bibliotecas, tenemos el abecedario completo cargado letra por letra de pensadores enormes. Y tenemos ya un Libro que se abre con un preámbulo riquísimo y extenuante, que se cierra con más de una veintena de cartas repletas de advertencias y consejos para los hombres de todos los tiempos más un apéndice profético de yapa que anticipa de un modo tan velado como preciso lo que va a ocurrir en el final. Con sólo eso, tendríamos de sobra, pero encima le viene insertado, en el centro exacto, no uno, sino cuatro libritos pequeños como nuestro entendimiento e inabarcables como el cielo, los cuales perpetúan la voz y el comportamiento del Dios viviente en carne.
Y aún así, nada quedó resuelto en la historia. Antes bien, a veces pareciera que Cristo vino nada más que a desafiar al bando anticristiano para que salga de su madriguera. Algo hay de eso... pero si sigo esta línea ahora, termino en Marte, o en Plutón... Sí, en alguno de esos dos lugares precisos.
No concluyo, por supuesto, en que ya no hay nada más que pensar ni qué decir. Por supuesto que mientras haya historia por delante y el hombre sea dueño de su verbo, queda de todo por pensar y por decir. Va por mí: muchas veces me sorprendí demorado en las cosas que los hombres hicieron en nombre de Cristo o contra Cristo, olvidado en buena parte de las cosas que el propio Cristo dijo e hizo. En cada uno de los que Él conoció directamente, nos conoció a todos nosotros. Cada cosa que a ellos les dijo, a nosotros nos dijo. Les habló con palabras de Dios, pero en un lenguaje que todos pudieran entender, salvo los que no quisieran entender. ¡No lo entendieron, lo crucificaron!... ¿Ah, no? ¿Y cómo carajo aparecimos nosotros acá? Quizás a veces hasta nos decimos: ¿para qué hablarles, si no entienden? La pregunta debe ser otra: ¿tratamos de hablarles para que entiendan?, ¿queremos que entiendan?, ¿o ya definimos que son todos como aquellos malditos que no “quisieron” entender?
Cristo les habló con palabras suaves, pacientes, amorosas. Sólo en contadas ocasiones se le soltó la cadena: en dos. Específicamente, contra los más duros y solemnes, los que pisoteaban a las viudas y a los pobres. Los que en el final de su vida terrestre se le arrojaron encima con todo el veneno y la crueldad que tenían a su alcance. Es cierto que algunos no le creyeron, no lo entendieron y lo odiaron. Y es cierto que tuvieron y tendrán hijos y choznos que vivirán imaginando trampas escriturísticas más refinadas para tenderle y métodos más sofisticados de dolor para aplicarle. (Los superfariseos finales son por ahora indescriptibles; sólo tenemos borradores.) Pero los que son tan malos son tan pocos. Entiéndase bien: sólo son algunos. Una banda, nada más.
Lo que me pregunto a mí mismo es adónde voy a ir a parar si no hago todo lo posible para que los “demás”, los desarrapados, los inconsistentes, los desorientados, también entiendan, para llegar hasta ellos con una palabra de consuelo, un poco de alegría, un testimonio lo más completo posible de fe, de inteligencia y de amor. No podemos exceptuarlos de nuestra existencia. Inevitablemente los incluye. Los “demás”, los muchos, esos que en cualquier momento pasan a formar parte de una banda porque unos pocos logran convencerlos de que es un bando.
Debo decirlo en este preciso instante, porque sé que quizás parece todo lo contrario: felicito a Tollers. No tengo nada para decir en contra de su potente alegato o descripción. Al contrario. Aprendí y se lo agradezco. Sólo quise agregar estas ideas que, estoy seguro, él custodia en su corazón. Como Wanderer y todos los que venimos acá.
Pero eso sí: si soy acusado de protestante o maricón, no aceptaré que lo merezco y libraré dura contienda.

Lupus

miércoles, 5 de diciembre de 2007

Fin de juego


Don Tollers volvió con un nuevo Comentario que merece, sin más, la categoría de Post:


Estimado Wanderer, tiene Ud. razón, igual que el Anónimo Normando: sobró voluntad, faltó inteligencia. Y no sólo en España, sino en toda la Cristiandad. Y no sólo en 1950, también en 1590. Claro que la inteligencia que faltó no se compra en el almacén de la esquina, ni se alquila al mejor postor, ni se obtiene, justamente, a fuerza de brazos (aunque algo de eso hay).
Pero a lo nuestro, Wanderer, ganaron los maricones. ¿Cuándo? En 1945. Ese año no sólo significa la derrota del Tercer Reich y del Eje o el triunfo de los Aliados, de los comunistas y de los liberales. Significa considerablemente más. Porque si con la derrota de Alemania pierde el racismo estúpidamente materialista y la locura de una ambición fáustica sin límite ninguno (y que hacía tiempo que había perdido su razón de fin), también se pierde mucho, muchísimo más. Yo, qué quiere que le diga, soy “medianamente anti-nazi”, pero no se me escapa que en la guerra (y quizá en las dos guerras mundiales) estaba en juego, mucho, muchísimo más que el nazismo.
Es que el Eje, lo querramos o no, encarnó una cantidad de banderas que en Occidente, y por tanto, en el mundo entero, después de 1945 ya no se podrían enarbolar sin que a uno lo acusen de “nazi”. Al nazismo quedaron asociadas una estética, una cosmovisión, una enorme cantidad de ideas, de ideales, de valores. Y entonces, caído el nazismo, cayó con él todo eso que le estaba -bien o mal, es irrelevante- asociado.
Me refiero a las virtudes “duras” de la Cristiandad. Del Evangelio desciende la benevolencia y la compasión, cómo no. Pero también el coraje y la disciplina. Nos viene de Cristo la mansedumbre y la paciencia, pero también la ascesis y la indignación ante la injusticia o la impiedad. El Cristo acariciando la cabeza de los niños es tan nuestro como el que expulsa a los mercaderes del Templo a latigazos limpios (y eso con fría deliberación, como que Él mismo se hizo un mozo de cordel con el que fustigó a los profanadores y blasfemos tenderos).
Una concepción sacra del cosmos, el patriotismo, la lealtad, la constancia, un cierto estoicismo, una estética de la austeridad, un humor levemente irreverente para con las cosas de este mundo, la primacía del campo sobre la ciudad, familias fuertes, la patria potestad ejercida con firmeza, la cosas todas cristianísimas, sí señor. Pues la valorización del “ethos” campesino quedaron asociadas al nazismo. La fidelidad, contra viento y marea, una esperanza alegre contra toda tentativa psico-no-sé-qué de “fortalecimiento del hombre viejo”. Una caridad de la verdad, por encima del amor sentimentaloide y voluble del cachafaz que, como dice Chesterton, “llama con el pomposo nombre de imparcialidad a lo que en realidad es una gran ignorancia; y llama con el elegante nombre de ignorancia a lo que no es sino una enorme indiferencia”.
Ganaron las virtudes blandas, asociadas a los Aliados (y eso pese a que tenían a Stalin consigo). Pero más que a los Aliados, las virtudes blandas venían de la mano de los Dos Grandes Bárbaros, que a izquierdas estaba el comunismo y a derechas el liberalismo extra-europea, desconectados de la herencia romana, desconocedores del latín, de la filosofía griega, de regiones lejanas y eccéntricas que nada sabían de la Gran Herencia que venía de las playas del “mare nostrum”, del Mediterráneo. A Berlín llegó un negro de Minnesota mazcando chicle y un mongol de Siberia, violando rubias. Se sentaron juntos a tomar vino del Rin y celebrar la victoria del Poder Internacional del Dinero.
Pero tenía razón Castellani, “avant la lèttre”, cuando casi ni se ocupó del comunismo. No valía la pena, no tenía andadura, y si se cargó no menos de 66.000.000 de almas inocentes en menos de 70 (así se admite en el Libro Negro del Partido Comunista Francés) era menos, infinitamente menos, nocivo, deletéreo, que el liberalismo. Solzhenitzyn tenía autoridad para decirlo, y lo dijo en Harvard.
Ganó el liberalismo, esto es, ganaron los maricones (¿será casual que el gran héroe de las películas de Hollywood sobre la heroica actuación de los yanquis durante la guerra se reveló con los años como maricón?). Los que sostienen a rajatabla las virtudes blandas. Tolerancia, relativismo, confort, auto-indulgencia, “calidad de vida”, egoísmo, hedonismo. En treinta años, más o menos, (eso nos coloca en 1975), los “valores” blandos reinaban supremos en el mundo entero. Hubo, sí, una pequeña inercia que dio lugar a los centuriones que nos contó Lartéguy (y que Coppola puso, de paso, en su “Apocalipsis Redux”), pero ellos también fueron barridos del mapa para principios de los años sesenta. Y llegaron las virtudes blandas, la buena noticia que predica Monseñor Panchampla, “Paz, dulzura y prosperidad”. Son, claro está, los “valores” de un adolescente, que adolece, precisamente de una buena vida, de una buena crianza, de una buena educación. Y entonces todos, curas y amas de casa, gerentes y soldados, profesores y poetas, comenzaron a portarse como si tuvieran quince o dieciséis años. A vestirse, a hablar, a reflexionar y a reaccionar como cuando uno tenía la edad del pavo. La mamá se fue a hacer gimnasia, el papá se fue a un recital de Queen, el hijo se fue a hacerse un tatuaje y la nena... la nena anda buscando médico para matar al nene que lleva en el seno.
A los Aliados no se les movió ni un pelo si se trataba de incendiar a Dresde, a Hamburgo, o de borrar del mapa a Hiroshima y Nagasaki, si a mano venía (y en Roma estaban tan ocupados de condenar el Holocausto que de estos pequeños “holocaustos” no dijeron ni mú). Pero los vencedores representaban las virtudes blandas, las de los maricones. Y a las verdaderas, las virtudes de los “vir”, les cambiaron el rostro (véase “La Moral en Confronto” de Castellani, está en la antología “Castellani por Castellani”).
A lo largo de la Historia, dice San Agustín, parece que la cristiandad se fuera desplazando hacia occidente. Nació en Jerusalén y luego, por misteriosas razones que el de Hipona no sabría explicar, se fue desplazando hacia el occidente. Y sí, el cristianismo de Carlomagno, por ejemplo, tiene notas y características harto diferentes que el cristianismo de Bizancio, por ejemplo. O el de Rusia. Aquellos, los de Oriente, bien podían ser cristianos, y los hubo, muchos, ejemplares. Pero allí nunca pudo establecerse lo que llamamos la Cristiandad. Y eso que llamamos Cristiandad es, precisamente lo que Belloc llama Europa con la fe: una rara mezcla de virtudes duras y blandas encarnadas política, socialmente, en las costumbres y en todo. Pero cuando el cristianismo “se mudó de domicilio” a dejó de ser la Cristiandad y quedó asociado a los centros financieros de California, a la comida rápida, al chicle, a la coca-cola, a los automóviles suntuosos, al blues y al rock & roll. Quedó asociado al relativismo moral, a la democracia y a la “psico-charlatanería” que domina el lenguaje de nuestro tiempo. Hacía falta que ganaran los Aliados para que se impusieran el pelo largo con Los Beatles, la falopa con los hippies, el amor libre con la pildorita y el aborto con el relativismo moral (¿es mi vida, viste?). Y luego, ¿cómo sorprendernos si después llegaron, en masa, los maricones?
Los Aliados tardaron unos treinta años en imponerse por completo. El 20-N de 1975 murió Franco y sanseacabó. De chaqueta vieja a camisa nueva. España no pudo resistir todo esto. Más que nada porque el katejón estaba en la Iglesia y la Iglesia jugó que sólo puede calificarse de papelón. Fíjese un poco, si me aguantó hasta acá, estimado Wanderer: sólo quince años después de 1945, se eligió a un “Papa bueno”, l.p.q.l.p. Y ése (que Dios lo tenga en su gloria y nunca lo suelte) convocó a un Concilio “bueno”, que nos trajo un lenguaje “bueno” (que suprimió al “malo”, claro está, el maldito latín), una liturgia acorde con los tiempos de la bondad, una moral conciliadora con el mundo, devociones bobas para consumo de adolescentes, música blanda para acompañar los ritos (terminamos con el judío Bob Dylan cantándonos estupideces mientras zapateaba sobre los huesos de San Pedro). Y luego llegó, no podía faltar, la “Juvenilia”, como la llamó excelentemente Romano Amerio, ese demagógico culto a la juventud. Llegó el ecumenismo en términos relativistas, y luego empezamos a pedir perdón. Y así Pablo VI intercedió por los etarras que Franco quería fusilar, y habló en Naciones Unidas sobre la discriminación y los derechos humanos y... ¿para qué seguir?
Y todo eso acompañado de la continua, incansable, permanente letanía de loas al progreso, a la tecnología, a la evolución. San Televisión, ruega por nosotros, Santa Radio, ruega por nosotros, San Darwin, ruega por nosotros, Santo Apolo XI, ruega por nosotros, Santa Computadora, ruega por!¾¾nosotros, Santo Progreso ¡Santo cielo!Sobró voluntad, faltó inteligencia. Pero, ¡hombre! juntáramos a José Antonio, a Codreanu, a Brasillach, a Salazar, a Mussolini si quieren, y todos juntos, con inteligencia y un solo corazón... tampoco creo que hubiesen podido detener la gran ola democratizadora que todo lo nivela, que arrasa con cualquier contrafuerte, financiada como está por el Poder Internacional del Dinero que, como vaticinó Platón hace cosa de veinticinco siglos atrás, una vez que se instala, agarráte Catalina. Y si tienen dudas, vuelvan a la “Autopsia de Creso”, de nuestro Marechal.
“Primero debe venir la Apostasía”. Al revés también. El dinero no puede ganarle al espíritu de servicio, con tal de que los cristianos sirvan, dendeveras. El confort no puede ganarle a la ascesis, con tal de que los cristianos sean austeros, en serio. El relativismo no se puede imponer, con tal de que los cristianos vivan de acuerdo a sus convicciones genuinas. No se podría destruir una liturgia digna, piadosa y tradicional menos que fuera huera, farisaica y de poca sustancia interior. El psicólogo no le puede ganar al confesor, con tal de que el confesor confiese en serio y siguiendo la moral viva (e inteligente, ¡ay!) de Jesucristo Nuestro Señor. El empresario no podría contra el obrero católico, si éste cuenta con respaldo genuino de un apostolado que sabe, porque así lo dijo El Jefe, que pobres tendríamos siempre con nosotros. Ahora, lo que pasó: el Obispo era del Opus Dei, y comía con los fariseos, lo cual estaba bien. Lo malo era que no les dijo nada (probablemente porque ya era uno de ellos). El cura se hizo socialista primero y después cura obrero. Se fue a laburar a las fábricas. Después perdió la fe y si no colgó los hábitos se hizo hippie burgués. Terminó comiendo en el Jockey Club y últimamente es un tarado-bueno-para-nada. ¿Quién no los conoce? Y son legión y su nombre es “legión”.
Pero nombremos a uno, por lo menos. Me contaron que cuando vino Thomas Molnar a Buenos Aires para pronunciar una conferencia (1982) sobre la vida en USA, se paró un cura que estaba la primera fila y lo apostrofó con que cómo podía hablar así de un país que lo acogía, que el protestantismo había promovido muchas libertades individuales que había hecho progresar mucho a esa sociedad y que si a Molnar no le gustaba, por qué no se iba a su país.
-No puedo volver a mi país por razones obvias, está bajo dominio de los comunistas. Pero lo que no entiendo es por qué Ud. no deja su país…-¿Pero qué dice? Mi país es la Argentina y no pienso dejarlo.-No, bueno, me refería al Catolicismo.
El cura era Rafi Braun.
Y los laicos dejaron que curas como éste hicieran lo que les venía en gana. De clericales que eran “compraron” cualquier basura: la pildorita, las confesiones colectivas, la abolición de las devociones marianas, intercomunión con los protestantes, misas “show” con guitarra eléctrica, batería y pandereta. Y todo el tiempo la miasma democretina de la modernidad que avanzaba aquí y acullá, a lo bruto, sin encontrar, casi, resistencia alguna.
El papelón de la Iglesia en estos últimos tiempos. La Gran Apostasía. No le podemos echar culpas al pobre Franco que sólo contaba con su Fe, su voluntad y un poco de viveza para el aquí y el ahora. Mas no tan vivo como para impedir que los del Opus se lo comieran crudo. No porque no fueran de diferente color político. Sino que compartían una común colusión con el mundo. El ni se enteró. Y el brazo de Teresa Caudillo la Grande que tenía sobre su escritorio no alcanzó para ponerlo a él, y a España, a salvo.
Pero aun con inteligencia... no sé. Fíjese, si quiere, estimado Wanderer, en mi carta sobre Acción Francesa (la colgué en mi página www.voila.tz.com): los franceses eran más cultos, más inteligentes y más críticos que los españoles, y sin embargo... ni la izquierda de Maritain, Bernanos y Mounier, ni la derecha de Brasillach, Bardeche y Thibon pudieron con la ola. En cualquier caso, bastó con una pequeña comunicación del Obispo de Grenoble excomulgándolos y chau picho. Y eso en 1926. Ni Maurras pudo con este jueguito de defender a quien te va a hacer pelota.
Es el juego nuestro, ¿no? El de Castellani, el de Bruckberger, el de Newman y el de Bouyer. Es el de Cristo, defendiendo la vera religión contra los “religiosos” que echan espuma por la boca: “Si lo dejamos continuar todo el mundo va a creer en él”. Y siempre hay un traidor en el campamento y la historia se repite una y otra hasta que llegue el Día que todos, marán athá, esperamos con gozo, unos¾¾vez vinos y, de vez en cuando, una buena carcajada.
De modo que a no entristecerse, como bien recuerda en su excelentísima encíclica sobre la Esperanza el Papa reinante. Y donde cita a San Pablo: “no os afligéis como otros que no tienen esperanza” (I Th. IV:13).
Ahora, con la esperanza a cuestas, con la seguridad de un Gran Triunfo Final de Cristo Rey, mientras tanto, mientras Lo aguardamos, fíjese si quiere, ganaron los maricones qué le vamo’ a hacer. Cuando me enteré de los primeros casos de curas pedófilos en New Jersey allá por los años ’80, no lo podía creer. Nadie lo podía creer. Ahora ya nos acostumbramos y lo creemos, que los hay, los hay. Y son muchos.
Pero pensándolo bien, tiene lógica, ¿no?.
Porque ganaron los maricones.
Jack Tollers.

viernes, 30 de noviembre de 2007

Ronald Knox y la Guerra Civil Española


En mi adolescencia fui un gran admirador de los mártires de la Guerra Civil Española. Durante esa época leí todo lo que pude al respecto y llegué a escribir alguna cosita ilustrada con fotografías y comentarios triunfalistas. Para mí, los mártires, la guerra, Franco y “Cara al Sol” eran parte indisoluble de una misma cruzada.
Mi admiración y respeto por esos mártires se mantienen, y aún más hoy cuando la Iglesia los ha reconocido como tales.
Sin embargo, con el paso de los años, me asaltó una duda. ¿Cómo era posible que el triunfo de la religión católica y su apoteósica primacía durante los más de cuarenta años de gobierno franquista se hubiesen desvanecido en pocos meses? Recuerdo todavía el escándalo que provocó a una tía que viajó a España dos o tres años después de la muerte del Caudillo el estado de corrupción que encontró en una sociedad española desbordada ya por la pornografía y la droga, entre otras cosas.
Y me seguí preguntando por qué cuatro décadas de gobierno confesional católico habían dejado un fruto tan magro o casi inexistente. Sin duda alguna, algo había funcionado, o se había hecho, muy, pero muy mal. Nunca supe a quién o a qué atribuir tamaño error, hasta que leí a Ronnie.

Ronald Knox nunca se interesó en la política. Según su biógrafos, porque cualquier partido que tomara significaba indisponerse con un grupo de católicos a quienes pastoralmente debía atender. Sólo una vez predicó un sermón “político”, y fue en ocasión de la Guerra Civil Española. Recordemos que este acontecimiento había dividido a los católicos de todo el mundo entre quienes apoyaban el levantamiento de Franco y aquellos que lo consideraban un atentado a la sacralidad democrática.
Era un domingo en Oxford, y tocaba el evangelio en el que se narra que Santiago y Juan piden al Señor que haga descender fuego de cielo para consumir a sus enemigos. Ronnie dijo en su sermón: “Durante el último año, los católicos españoles, invocando la protección del apóstol Santiago en sus estandartes, no se han contentado con pedir que descienda fuego del cielo, sino que ellos mismos han arrojado fuego sobre sus hermanos... ¿Estuvo el general Franco justificado... al tomar sobre sí la más grave responsabilidad que puede ser imaginada, al empujar a su país a los horrores ciertos de una guerra civil para evitar los horrores posibles del comunismo o de una dictadura anárquica? No tengo ninguna duda de que, efectivamente, estuvo justificado”.
Ronald Knox apoyaba la Guerra Civil Española y el accionar franquista sin dejar de señalar, sin embargo, la gravedad de la situación. Tomar las armas era una situación extrema; la Iglesia así lo enseñaba. Por tanto, se imponía rezar por la paz. Por que la paz “hará posible que la Iglesia pueda hacer su trabajo sin obstáculos. (La Guerra Civil Española no puede ser querida)... para venganza de los enemigos (de la Iglesia), pues eso se lo dejamos a Dios. Tampoco por una reacción clerical, que intentaría restaurar el lugar de la religión (en la sociedad) forzando su observancia con la fuerza de las armas seculares. Este triunfo de la Cristiandad tendría una vida muy corta”.
Creo que Ronnie dio en el clavo. Los obispos y los clérigos españoles, junto al gobierno de Franco, quisieron restaurar la España católica a la fuerza. No sirvió.
La reflexión obvia que se impondría aquí es: Las sociedades católicas se fundan y crecen sobre las espaldas de los santos que las engendran. Pero, ¿cuántos miles de mártires tuvo España en su Guerra Civil? ¿Es que su sangre no fue suficiente para la restauración? No lo sé. La única explicación que se me ocurre es que el Katejon ya había sido quitado, y debían desaparecer todas las compuertas que impidieran su accionar.
Lo cierto, e históricamente comprobable, es que el proyecto de Franco y del Cardenal Gomá fracasó. Sobró voluntad, faltó inteligencia.


gibelino@hotmail.com

lunes, 26 de noviembre de 2007

Ronald Knox y la urgencia del apostolado


Proemio: Leyendo y releyendo las obras y la biografía de Ronald Knox he decidido publicar en el blog una especie de Ronnie´s Highlights, que vendrían siendo, en este caso, una reflexión de problemas actuales a la luz de los textos de Knox.
Guardo una profunda admiración por Knox y por todo lo que Carpenter denomina The Brideshead Generation, es decir, las dos generaciones formadas en Oxford antes de la Segunda Guerra Mundial. Fue aquella la última manifestación de cultura y civilidad cristiana con orígenes medievales. La Gran Guerra acabó con la mayoría de ellos; la Segunda Guerra con casi todos los que quedaban y el Concilio Vaticano II terminó de liquidar los restos.
Me pregunto por qué Ronald Knox es tan poco conocido en Argentina. La razón más importante reside, sin duda, en la casi inexistencia de traducciones de su obra, lo cual no responde la pregunta, sino que la patea... para atrás. ¿Por qué no hubo, y no hay, interés en traducirlo? Supongo que las razones son varias: Ronnie es demasiado inglés para los nacionalistas, demasiado mundano para los piadosones (y para “Panorama Católico Internacional”), demasiado literato para los teólogos, demasiado sospechoso para los sabuesos de herejías, demasiado finoli para los kukús, en fin, demasiado libre para quienes no lo son.

La urgencia del apostolado: Hace un tiempo, en una charla de amigos, uno de ellos inició su perorata con la siguiente afirmación: “Para nosotros, de formación jesuita, que entendemos la importancia y urgencia del apostolado...”. Con horror me di cuenta que tenía razón y, lo que es peor, que yo caía en semejante tropa de soldados ignacianos. A partir de ese momento, mis esfuerzos de deserción se apresuraron e intensificaron.
Pensando luego en tal situación vinieron a mi memoria anécdotas o conversaciones que ilustraban la triste verdad pronunciada por mi amigo. Por ejemplo, recuerdo un día haber subido a un ómnibus de larga distancia al que también ascendió un seminaristillo ensotanado que luego supe pertenecía al seminario de San Rafael. Lo primero que hizo el cachorro de cura fue entregarle amablemente a la azafata (¡) un DVD con alguna película piadosa a fin de impedir que proyectaran las que habitualmente proyectan en ese tipo de viajes. ¿El muchachito temía que algunas escenas alteraran su virtud? Es probable, pero más temía, o se sentía responsable, de los eventuales pecados que el resto de los pasajeros cometeríamos al ver y escuchar escenas reñidas con la decencia (Los seminaristas de Hobbes tienen licencia para ver películas que muestren cualquier tipo de violencia, sangre, piñas y asesinatos, pero ninguna que pueda acarrear la más mínima perturbación carnal. Es decir, hay que cuidarse de caer en los pecados propios del apetito concupiscible [los del sexo solamente; se puede comer y beber sin problemas], pero con los propios del irascible, no hay cuidado; en todo caso demuestran que somos machitos).
Recordaba también una frase escuchada a un amigo sacerdote, que me impresionó: “He comprobado que lo que más fruto apostólico dio fue aquello que hice espontáneamente, sin ningún esfuerzo o planificación”.
Vayamos ahora a Knox. Luego de una infructuosa estancia como profesor en el irremediable seminario de St. Edmund, Ronald fue designado capellán de los estudiantes católicos de Oxford. Durante los trece años que permaneció en esa función se mantuvo alejado de los estudiantes que no eran católicos. Sentía que su misión no era convertirlos. Explicaba que él era el cayado del pastor y no el anzuelo del pescador. Tampoco se sentía obligado a hablar de temas religiosos o morales cuando lo invitaban a disertar en algunas de las sociedades literarias u otros foros universitarios oxonieneses. Nunca se constituyó delante de sus colegas universitarios en un campeón de la fe, como sí lo hacía el P. Martindale, S. J.
Además, reprobaba lo que él llamaba spinal. Se refería a la manía jesuita y opusdeiana, de no dejar de introducir temas piadosos en cualquier conversación. En las conversaciones sociales no debían buscarse fines edificantes, sino comportarse como un caballero, es decir, evitando temas de religión y política. Lo piadoso y edificante lo reservaba para su labor pastoral, particularmente las homilías y conferencia de los días domingo en Old Palace, la sede de su capellanía.
Más de un lector del blog se escandalizará por estos hechos y habrá ya maldecido y condenado al pobre de Ronnie. A mí me tranquilizan, y me producen una enorme paz interior. Yo no salvo a nadie; soy completamente incapaz de iniciar siquiera mi propia salvación. Quien salva es Dios, y Dios no me necesita. En todo caso, me podrá usar en algunas ocasiones, y las más de la veces, sin que yo mismo me dé cuenta. Mis maquinaciones y planificaciones apostólicas, en general, son infructuosas, y muchas veces hacen daño. Así de inútil soy.
Lo más que puedo hacer, es hacer lo que hago: Age quod agis. No se me pide más. Y con esto, a veces Dios hace maravillas.


gibelino@hotmail.com

The Wanderer




Oft him anhaga
are gebideð,
metudes miltse,
þeah þe he modcearig
geond lagulade
longe sceolde
hreran mid hondum
hrimcealde sæ
wadan wræclastas.
Wyrd bið ful aræd!




A veces el solitario
encuentra gracia para sí
en la misericordia del Señor.
Aunque, con el corazón apesadumbrado,
debe continuar remando
por mucho tiempo,
por largos ríos
y helados mares,
caminando los senderos del exilio.
¡Las cosas siempre suceden como deben ser!








(Así comienza un poema anglosajón del siglo XI, titulado The Wanderer)

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El Lobo y los fariseos


Lupus otra vez nos instruye con sus reflexiones castellanianas. Prosit!


El Arcipreste no quiere repetirlo, pero yo me lo voy a permitir: "El fariseísmo es el gusano de la religión; y después de la caída del Primer Hombre es un gusano ineludible, pues no hay en esta mortal vida fruta sin su gusano ni institución sin su corrupción específica". Es Castellani en "Cristo y los fariseos", obra que recién conocimos en el centenario de su nacimiento, donde estudia (horada, devela, desnuda) al antagonista principal de Cristo y, por ende, al principal antagonista de su propia vida. Obra capital, superior, imprescindible, que se puede leer aun desde joven, pero teniendo el cuidado de no dejar de leerlo una y otra vez al paso de los años. Es un libro como una muñeca rusa, pero al revés: cada vez es más grande, cada vez mejor magisterio.
No se asusten si me permito completar a Castellani, pero lo hago con sus propias palabras, dos páginas después: "Las desviaciones de la carne son corrupciones, pero las desviaciones del espíritu son perversión". Las instituciones católicas son principalmente instituciones religiosas. Luego, no hay institución católica sin su perversión específica. Así también la Iglesia, en lo que tiene de "institución católica", pues está claro hasta dónde llegará la "abominación de la desolación".
¿En qué consiste esa perversión? En copular consigo mismo, pecar contra el Espíritu, verse divino a sí mismo y considerar divinas las propias acciones, palabras y proyectos. Y dar muerte (manifiesta o sigilosa) a lo que hay de Dios en otros creyendo hacerle un obsequio a Dios.
¿En qué consiste la perversión específica de cada institución? Lo sabrán los miembros de cada una. Tiene que ver quizás con la vanagloria, la identidad reforzada en base al contraste con las "inferioridad" de otras, la obsecuencia, etc.; o con la progresiva anulación del entendimiento, la falta de formación, etc; o con los chanchullos típicos de todo conjunto humano, la capitalización por parte de los vivillos de un "bien común" fantasmal y siempre excedente a las realidades particulares, etc.; o quizás también con cierta atmósfera reglamentaria, cierto tono de impermeabilidad al pecado en el refugio. Lo que sea.
Si hay algo que no quiero hacer es faltar el respeto a quienes adhieren a un bien o un ideal común. Para llegar a lo que es, hay que saber sortear lo que parece que es, aquella máscara que se fue masillando con la mezcla inevitable de trigo y cizaña. De ese modo, en cualquier caso, se pueden entender los buenos motivos, las mejores intenciones, la bondad originaria, si existieron. La suma de los bienes particulares no resulta en bien común (¡cuántas crueldades sin embargo se amparan en esta sentencia!), pero, inverso modo, la suma de errores, injusticias y pecados puede resultar en una máscara común. Una institución no elige representantes para que asistan anualmente al confesionario llevando los pecados de todos, y sin embargo no se nos ocurre negar la importancia y validez de la confesión particular, porque no se nos ocurre negar la frecuencia del pecado en nuestras vidas. Ninguna institución queda indemne ante los pecados de sus miembros.
La perversión específica de una institución tiene que ver con el deterioro de la inteligencia, el grado de convertibilidad de la gracia en magia, la hinchazón de las estructuras, la torcedura o la desmesura de sus propios fines y, por supuesto, con el calibre espiritual de sus miembros, cúpula o tropa, así como la perversión específica de las parroquias es resultado de la acciones y omisiones de los curas malos o mediocres, los superlaicos omnipresentes y los ritos amorfos. No digo que esto ocurra en todos los casos ni en la mayoría de los casos; digo que es sumamente importante no negar que ocurre. Está claro, por supuesto, que mi compendio es limitado e incompleto. No obstante, también es muy incompleto mi conocimiento de los bienes y virtudes personales que allí se encuentran.
No me puedo exceptuar de este "vicio espiritual" que es el fariseísmo. Para evitar la sensualidad me vuelvo puritano y para evitar el puritanismo me vuelvo sensual. Para no ser burro me convierto en erudito y para no ser sentencioso me conformo con ser elemental. En este bamboleo compartido le damos forma a la "cristiandad" moderna. Quienes privilegian la acción, de algún extraño modo empiezan desconfiando y terminan despreciando a los intelectuales; quienes luchan por ubicar a la inteligencia en el lugar que le corresponde, por inentendibles razones confrontan con los voluntariosos. Quienes se obsesionan con los enemigos de afuera, descuidan los de adentro, y quienes privilegian los de adentro... Y de acuerdo a la superioridad que escogemos definimos a los demás, que siempre resultan inferiores, malos o imbéciles. Sólo una cosa en el planeta tierra es tan fácil como catalogar pecados ajenos, y es inflar las propias virtudes. Del mismo modo que uno ensalza su talento solitario, otros realzan su estilo participado. Tratamos de no descuidar nada y hacer acopio de certezas, de mantenernos en gracia y perfeccionarnos, de llegar a la jerarquía perfecta y a la síntesis precisa. Pero viene el Bufón y en vez de palomita sale urraca.
Castellani, al desarrollar la parte esencial de su doctrina sobre los fariseos, trató de eliminar, como correspondía, toda referencia actual a los prototipos farisaicos que le tocó enfrentar. Eso, sin quererlo él, como no lo quiere ningún maestro, a veces nos impele a nosotros, que lo leemos, a forzar las pinturas individuales que consideramos necesarias.
A Castellani, ya establecidos los argumentos centrales y el cuadro general, al llegar a la periferia, al dar nombres y ejemplos concretos, o sea, al pasar (en otras páginas, además de éstas) de la inteligencia a la militancia, le cayeron encima del modo que anticipaba y sabía, y conoció la crueldad farisaica todavía un poco más. No lo crucificaron porque eso ya no se usa, y porque ante el ejercicio de la verdad siempre se hace presente, renovada, experimentada, la mentira. Con sigilo, con la Escritura en la mano y el odio en el corazón. Pero no quería menos. (En realidad, desde la primera vez que leí "Cristo y los fariseos" pensé que a Castellani no lo crucificaron literalmente porque la Providencia dictó que este libro se publicara recién cuando estuvo muerto, y así Dios lo libró de la penuria completa, y a la vez permitió que el libro llegara hasta nosotros.)
Es fácil imaginarse a Anás o a Caifás pensando "ése que está ahí, ése que se cree hombre divino y dios humano, tiene que desaparecer, tiene que recibir una humillación máxima y una muerte emblemática, y antes de ser olvidado tiene que ser recordado como la peor aberración, que es la de haberse enfrentado a mí, que estoy en el mundo en nombre de Dios". Ése es el fariseo: lo que Dios sabe, yo lo sabo; lo que yo quiero, Dios lo quiere. Esa sima de ignorancia, bestialidad y soberbia. Esa podredumbre soterrada y potente. Pero lo que quisieron, no lo lograron. Ayudaron a que se logre todo lo contrario. La recompensa de su padre es una auténtica muñeca rusa: una sucesión de reducciones engañosas, y en el final, el vacío insignificante y oscuro.
No son tantos los fariseos. No son fariseos todos aquellos que están en una institución, cualquiera que sea. No son fariseos todos aquellos que no están en una institución, cualesquiera que sean.
El espíritu farisaico que nos mantiene tensos y vigilantes no habita en cualquier lado, sino donde reside Dios. De la Sinagoga pasó a la Iglesia. No anda al garete, ni va a inventar una nueva religión. Antes bien, siempre buscará apoderarse de la religión verdadera y de la única Iglesia, de la que todos los católicos formamos parte. Ese espíritu, cuanto más voraz y penetrante, más brumoso. No podemos decir: "no está con nosotros porque lo tienen aquellos", ni en plural ni en singular. Lo mejor es luchar para que no lo tengan ni aquellos ni nosotros.
(Releo lo anterior y encuentro cien huecos; pero bueno, va igual, apreciado Wanderer, no deja de ser una conversación entre amigos.)

Lupus

viernes, 16 de noviembre de 2007

Vientos de cambio



Este post se compone de una entrevista, dos columnas de opinión periodística y algunos comentarios personales.
La entrevista es al Secretario de la Sagrada Congregación del Culto, Mons Albert Malcolm Ranjith Patabendige, y fue realizada por Bruno Volpe y publicada el 5 de noviembre. Aquí está la traducción que publica el blog colega Secretum meum mihi:

-Excelencia, ¿qué acogida ha tenido el Motu Proprio de Benedicto XVI que ha liberalizado la Santa Misa según el rito tridentino? Algunos, en el seno de la Iglesia, han respingado sus narices
"Ha habido reacciones positivas e, inútil negarlo, criticas y toma de posiciones contrarias, también de parte de teólogos, liturgistas, sacerdotes, Obispos y aún Cardenales. Francamente, no comprendo esta forma de alejamiento y, ¿por qué no?, de rebelión al Papa. Invito a todos, sobre todo a los pastores, a obedecer al Papa, que es el sucesor de Pedro. Los obispos en particular, han jurado fidelidad al Pontífice: sean coherentes y fieles a su compromiso".
.En su opinión, ¿qué causa estas manifestaciones contrarias al Motu Proprio? ."Usted sabe que ha habido, de parte de algunas Diócesis, también documentos interpretativos que intentan inexplicablemente limitar el Motu Proprio del Papa. Dentro de estas acciones se esconden por una parte prejuicios de tipo ideológico y por la otra, el orgullo, uno de los pecados más graves. Repito: invito a todos a obedecer al Papa. Si el Santo Padre ha resuelto promulgar el Motu Proprio, ha tenido sus razones, las cuales comparto en pleno".
-La liberalización del rito tridentino decidida por Benedicto XVI parece como el remedio justo a tantos abusos litúrgicos registrados tristemente después del Concilio Vaticano II con el 'Novus Ordo'...
."Vea, Yo no deseo criticar el 'Novus Ordo'. Pero me causa gracia cuando oigo decir, incluso entre amigos, que en una parroquia un sacerdote es Santo por la homilía o por cómo habla. La Santa Misa es sacrificio, don, misterio, independientemente del sacerdote que celebra. Es importante, incluso fundamental, que el sacerdote se haga parte: el protagonista de la Misa es Cristo. No comprendo, entonces, las celebraciones Eucarísticas transformadas en espectáculo con baile, canto o aplausos, como frecuentemente sucede con el Novus Ordo".
-Monseñor Patabendige, Su Congregación ha denunciado muchas veces estos abusos litúrgicos ...
."Cierto. Hay tantos documentos, los cuales sin embargo permanecen como letra muerta, terminando en gabetas polvorientas o, peor aún, en el cesto de la basura".
-Otro punto: muchas veces se asiste a homilías larguísimas ...
."También esto es un abuso. Estoy en contra de bailes y aplausos en el curso de las Misas, que no son un circo ni un estadio. En cuanto a la homilía, debe referirse, como lo ha delineado el Papa, exclusivamente al aspecto catequético evitando sociologismos y chácharas inútiles. Por ejemplo, a menudo los sacerdotes la emprenden contra los políticos porque no han preparado bien la homilía, que debe, en cambio, ser escrupulosamente estudiada. Una homilía excesivamente larga es sinónimo de escasa preparación: el tiempo justo de una predicación debe ser de 10 minutos, como máximo 15. Se debe saber que el momento culmen de la celebración es el misterio Eucarístico, que no significa menospreciar la liturgia de la Palabra sino aclarar cómo se debe aplicar una correcta liturgia".
-Volviendo al Motu Proprio: algunos critican el uso del latín durante la Misa...

."El rito tridentino hace parte de la tradición de la Iglesia. El Papa ha explicado debidamente las razones de su medida, un acto de libertad y de justicia hacia los tradicionalistas. En cuanto al latín, deseo delinear que no ha estado abolido, y lo que es más, garantiza la universalidad de la Iglesia. Pero repito: invito a los sacerdotes, Obispos y cardenales a la obediencia, dejando aparte todo tipo de orgullo y prejuicio".

Comentario:
Sinceramente, hace tiempo había perdido toda esperanza de que los funcionarios vaticanos volvieran a hablar en lenguaje claro. Mons. Ranjith lo ha hecho. Es un viento de cambio. Espero que no amaine.
Queda claro, además, el hecho innegable del “cisma de baja intensidad” del que hablaba algún comentarista del blog. Mons. Ranjith se los dice con todas las letras: Son desobedientes y pecan gravemente por orgullosos. Clarito, (¡y qué alejado del confuso discurso wojtiliano! Cuánto daño hizo, ¿no?)
Curiosidad:
A ver si los curas amigos y enemigos leen con atención: a las homilías hay que prepararlas y no pueden durar más de 10 o 15 minutos. Por favor, ¡no nos martiricen los domingos!

Opinión 1
El periódico católico The Tablet publicó un furioso (con furia inglesa, claro) comentario sobre las declaraciones de Mons. Ranjith. Puede leerse en este vínculo:
http://www.thetablet.co.uk/articles/10590/
El The Tablet es un viejo y prestigioso semanario inglés que publica la arquidiócesis de Westminster. Una especie de “Cristo Hoy” inglés, con todo lo que inglés significa. Es decir, con un alto nivel intelectual, aunque asquerosamente modernista. Puede conseguirse por £ 1,50, que se deben depositar honestamente en una alcancía, a la salida de la catedral de Westminster ("I went into the new R.C. Cathedral at Westminster, and wasn´t shocked", escribía Ronnie Knox a los 16 años a su madrastra), en cualquier quiosco de revistas de la cercana Victoria Station y en muchas partes más.
Comentario:
Destacable esta frase: “El rito tridentino refleja la teología de la Contra-Reforma que surgió del Concilio de Trento, y el Concilio Vaticano II marcó el momento en que la iglesia católica decidió, definitivamente, que la época de la Contra-Reforma había terminado”.
Totalmente de acuerdo. ¿Vieron que nos podemos poner de acuerdo con los progres?
Destacable también esta otra frase: “Los obispos tienen el deber de impedir que los espíritus desobedientes y anti-conciliares se desparramen. Ellos ya están presente en algunos seminarios, donde un porcentaje de jóvenes estudiantes para el sacerdocio parecen particularmente atraídos por un estilo anticuado de catolicismo que era familiar en las novelas de Evelyn Waugh”.
Tienen miedo. Se dan cuenta ded que los progres se están poniendo viejos. Y, en cambio, muchos jóvenes tienden a un conservadurismo o tradicionalismo.
Me llama la atención la innecesaria y descalificatoria referencia a Evelyn Waugh. Encuentro tres razones para la misma:
1) Es políticamente correcto descalificar a Evelyn Waugh quien pobló sus novelas sólo de representantes de las clases altas y despreció siempre a la clase media, de la cual se nutren hoy los obispados y cancillerías.
2) Odian a Evelyn Waugh por su defensa de la Misa tradicional. Toda su obra literaria fue un lamentarse de la pérdida de la belleza que él percibía en el mundo, pero su consuelo era saber que la Iglesia aún la conservaba. El Concilio Vaticano II y la reforma litúrgica fue para él un duro golpe y una de las causas más importantes de la depresión que lo llevó a la muerte.
3) No hay que olvidar el contencioso histórico entre el The Tablet y el novelista. Poco tiempo después de su conversión, Evelyn Waugh escribe “Black Mischief”, una novela en el que incluye párrafos un poco irreverentes para algunos espíritus mojigatos como una escena en la que una señorita entra sola en el dormitorio del protagonista mientras éste come una parte de otra señorita que había sido cocinada en un festín caníbal o la referencia a un monasterio nestoriano cuya cruz había caído del cielo durante la comida de un viernes santo. Frente a estas pasajes, el director de The Tablet de ese momento, Ernest Oldmeadow (nada que ver con los Olmedos de Bella Vista), escribió en la editorial de la revista: “Si el Sr. Waugh se considera todavía católico, The Tablet no lo sabe, pero ciertamente es así considerado por libreros, bibliotecarios y lectores en general. Sin embargo, nosotros aquí afirmamos que la lectura de su última novela sería una desgracia para cualquiera que profese el nombre de católico”. Diatribas similares fueron escritas también por el arzobispo de Westminster, el Cardenal Bourne, digno sucesor de Manning. Evelyn Waugh escribió una hilarante respuesta que no fue publicada y sólo la leyeron algunos amigos, pero acusó el duro golpe y le costó recuperarse de la estupidez de los santulones católicos que comenzaba a conocer.
Curiosidad:
Para ayudar a Evelyn Waugh a superar este episodio, el P. D´Arcy lo invitó a un crucero por el Mediterráneo griego al que iría también su amigo Alfred Duggan, que había perdido la fe, a fin de que tratara de llevarlo nuevamente al buen camino. Este Duggan era argentino y había sido compañero de Evelyn en Oxford. Era de los mismos Dugganes paquetes que viven por acá cerca. Evelyn, además, logrará que su hermano Hubert Duggan, luego de una larga enfermedad, muera con los sacramentos de la Iglesia, a pesar de la resistencia de su familia, y será esta muerte la que tomará como modelo para la de Lord Marchmain en Brideshead revisited.

Opinión 2
Un interesante comentario fue publicado por el Telegraph de Londres. Puede leerse en este vínculo:
http://www.telegraph.co.uk/opinion/main.jhtml?xml=/opinion/2007/11/16/do1605.xml
Comentario
Me ha dejado muy contento y tranquilo esta lectura. Nunca pude dar muchas razones, pero desde siempre me gustó la liturgia tradicional, siempre defendí a los anglo-católicos (¿se puede hacer otra cosa luego de asistir, por ejemplo, al diario Evensong en St. Paul´s Cathedral o Christ Church, recordando nuestras católicas misas cotidianas?) y los ortodoxos siempre me resultaron simpáticos (entre un obispo ortodoxo y Romanin, ¿con cuál me quedo?). El artículo señala que, en Benedicto XVI, estos tres elementos están presentes y que la restauración de la liturgia tradicional es fundamental para la unión con la iglesia ortodoxa y ella le sirve, además, para flirtear con la Comunión Anglicana Tradicionalista que nuclea a unos 400.000 fieles y obispos y que el mes pasado han solicitado la unión con Roma, para horror y escándalo de los obispos católicos progres que prefieren el diálogo con los anglicanos oficiales.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Pablo, el Lobo y Gruñón



Pablo de Rosario, Lupus y Gruñón han escritos magníficos comentarios. Para seguir con la costumbre, facilitar la lectura y ahorrarme trabajo, los publico en forma de post. Salut!




Estimado Caminante:


Uno de los defectos intelectuales del ambiente tradicional es la «visión unidimensional» de las cosas. Las distinciones entre fe y razón, filosofía y teología, ética social y sociología, filosofía de la historia e historiografía, se desdibujan y dejan de ser operativas para esta visión. Si usted hace una descripción sociológica de un período histórico determinado, llueven las críticas unidimensionales que se formulan, en el mejor de los casos, desde la sola dimensión de una «teología de la historia» propia y, en el peor, desde una suerte de «revelación privada», en virtud de la cual se censuran sus opiniones como si hubiese puesto en duda algún dogma de fe.


Otro defecto es el «endurecimiento epistemológico» de las ciencias particulares. Aunque la cuestión ha sido debatida por muchos tomistas, para demarcar la filosofía de las ciencias particulares hay que tener en cuenta que mientras la primera alcanza conclusiones ciertas, las segundas no pasan de conclusiones probables o de conjeturas abiertas a una posible refutación posterior. Y así, mientras la filosofía de la historia permite arribar a conclusiones ciertas, de carácter abstracto y universal, la historiografía no alcanza tal certeza en sus generalizaciones. Y digo más: respecto de las grandes síntesis históricas, o de la interpretación de grandes series de hechos, la historiografía sólo puede llegar a unas conjeturas generales, siempre sujetas a revisión y por tanto siempre discutibles. Sobre los hechos singulares, cabe un conocimiento que se aproxima a la certeza, fundado en una evidencia extrínseca, que proviene de la fiabilidad de los testimonios y de otras fuentes que puede recolectar el historiador. Sirva de ejemplo el caso de aquel Zar respecto del cual la historiografía siempre sostuvo fue enterrado en una catedral, mientras la leyenda popular dijo que simuló su muerte para escaparse a peregrinar por Siberia y ahora resulta que, desde hace pocos años, gracias a los exámenes de adn, la leyenda popular ha devenido en la hipótesis histórica más probable.


Sería una grave confusión dotar de certeza filosófica o teológica a las afirmaciones que habitualmente hacemos sobre hechos o procesos históricos concretos. Y lo mismo hay que decir del conjunto de opiniones que componen las corrientes historiográficas.


Por tanto, el revisionismo histórico argentino, en cuanto corriente historiográfica, ni goza de certeza filosófica, ni es dogma de fe; la historia profana no tiene «hechos dogmáticos», ni «interpretaciones auténticas» ni «Santo Oficio» encargado de guardar la pureza doctrinal. ¿O es que vamos a evitar la «papolatría» para terminar cayendo en la «revisiolatría»?


Lo anterior no obsta a que yo piense que el revisionismo es la corriente historiográfica científicamente más seria de la Argentina. Pero opinable, revisable, discutible y matizable, siempre, so pena de dejar de ciencia para convertirse en mito o en tabú.


El tercer problema es el rigorismo moral de los «cazacómplices». No existe en las inteligencias de éstos una teoría que les permita deslindar las acciones que constituyen una verdadera cooperación (formal) en el pecado o en el error, de las acciones que tienen sólo razón de una mera cooperación material. Con esta deficiencia in mente, creen que el mal, o el error, son entidades substanciales, con las cuales no se puede tener ningún tipo de contacto, so pena de caer en una suerte de «impureza legal» veterotestamentaria. En base a meras apariencias exteriores, o a un casuismo que se carga la virtud de la prudencia, levantan el dedo acusador contra hermanos en la fe, acusándolos de complicidades morales inexistentes.


¿De dónde vienen estos defectos intelectuales? Conjeturo –no dogmatizo- que del racionalismo en sus diversas formas.


Cordiales saludos.


Pablo (Rosario)






Lo cierto es que existieron peronismo y peronistas, como también, gracias a Dios, monarquías y monárquicos. La crianza, la educación, los amigos, los parientes, la época, la vida misma, le van indicando caminos e ideales superiores, medianos o peores a las personas.


Veámoslo de dos lados. Leer a Aristóteles y a Santo Tomás, un par de buenos maestros y de buenos amigos, hace que las aspiraciones sean de un determinado modo y se mantengan tales. Así también, leer poco y nada, escuchar largas prédicas cambiantes y pedorras, tratar de satisfacer necesidades, compartir apetitos, hace que... hace lo mismo. Que uno quiera lo que aprendió a querer, lo que le enseñaron o le obligaron a querer. La realidad, de una punta a la otra, viste a las gentes de una ropa determinada.


Contra una cosmovisión, sólo una revolución. El éxito queda asegurado bajo la condición de que sea maldita.


Uno de nuestros principales problemas es que todas las posturas pierden rápidamente su quicio y se entrecruzan, se mezclan, cambian la ropa. Los argentinos, más que ser monárquicos o peronistas, en general fueron monarquistas y perónicos.Lo peor que le pasó a Perón fue volverse peronista. Cuando Perón se volvió peronista, los peronistas se volvieron perónicos.


Lo creyeron infalible, eterno, lo sintieron rey. ¿Él también lo quiso así? No con estos términos, pero sí, claro. El poder. ¿Su natura era así? No lo sé. Esa discusión la llevan aquí por otros carriles. No voy a detenerme ni siquiera en las posibles bondades de su proyecto y su gobierno. Lo único cierto es que peronismo ya no hay (sé que Wanderer dirá: y menos mal), quedan nada más que peronistas sueltos, algunos interesantes semivivos, como Fermín Chávez o Julio González, además de los muertos ilustres como Pepe Rosa. Habrá más, pero la mayoría, el grueso del sistema, se llaman tales y nunca fueron nada, y no saben cómo hacer para resucitar aquella clase de poder. Los perónicos invocan los fantasmas del rey y de la reina y tratan de remedar algo, lo que sea. Pero hagan lo que hagan, el secreto les permanece oculto. Así que, a chorear mientras dure. No hay mejores financieras que esas dos tumbas.


Los monarquistas también son melancólicos. Son los que desean que alguna vez, de algún modo, vuelva a ocurrir. Algo como una monarquía restauradora, o alguna aristocracia, para empezar, y antes de la parusía. Pero están agotados de olfatear rastros de sangre noble y ya son viejos. Les queda el suspiro y la tarea intelectual. Yendo más atrás, muchos de los "padres" de la patria primero no terminaban de decidir qué corona lustrar, y algunos, cuando lo decidieron, decidieron que la mejor estrategia era la fábula épica de la independencia. Transgresores de todo, como somos, nuestra moraleja no terminó nunca.


No sé qué es lo que se puede ser acá, además de buen cristiano. Quizás sea una ventaja que tenemos: en la Argentina sirve cualquier cosa, menos el Pensamiento Único. La Argentina es un quilombo mental, desde aquella vez. Al par de algunos reservorios cada vez más reducidos y bizantinos, una multitud de nanocerebros. Piolas, eso sí, siempre. Cada vez hay menos puntos fijos o centrales de coincidencia e incidencia.


La otra cosa que hemos definido a costa de mucho esfuerzo es la dirección de nuestra marcha. Podemos decir que somos un país de Movimiento Único. Hacia abajo.


No sé cómo pega esto con nuestra forma criolla de ser, pero pega. Somos mateadores, asadores, telúricos, bucólicos, campestres, gauchitos. Somos un país agrícola y agreste. Un país natural. Un país en bolas.


Desde aquella vez.




Lupus
Caminantes:
Me pregunto y le pregunto al emboscado: ¿y de qué moléculas aquellos polvos?; ¿y de qué átomos aquellas moléculas? ¿Cuándo empezó todo? ¿Simplemente con Caseros? ¿Y la revolución de Mayo? ¿Y no será tal vez con Carlos III, o con Colón? ¿Por qué no con el fracaso de las Cruzadas? ¿Y no serán los primeros polvos generadores de lodo, la caída del Imperio Carolingio, o del Imperio Romano?
Creo que es un exceso cargar las tintas sobre la Generación del 80, como si fuera la culpable de todos los males argentinos. Cada época tiene sus causas y responsabilidades, y la del 80 me parece que no es tratada con ecuanimidad suficiente. Con el peronismo en cambio, se es siempre benevolente, no me explico bien por qué. Inconscientemente, creo, muchos caen en el tópico común de que el peronismo se salva por su sensibilidad social, cuando la realidad demuestra que dejó un país mucho más empobrecido y empequeñecido que el que recibió. Se le reconoce a Perón su pretendida postura anticapitalista, y acabó consumando sucios negociados ferroviaros y petroleros, con la flor y nata del capitalismo mundial. Se le atribuye un romántico fervor antioligárquico y de defensa de los desposeídos, y dio lugar a una nueva clase gobernante (¿élite?) mucho peor, más inepta, corrupta, ruin, resentida y estúpida que la clase terrateniente y conservadora que pretendió reemplazar. Algunos creen ver que el justicialismo representaba a la doctrina Social de la Iglesia, y la realidad es que terminó quemando templos. Su jefe huyó cobardemente para retornar luego rodeado de una mezcla grasa y explosiva de brujos y marxistas, y se murió no sin dejarnos de regalito a su pintoresca e impresentable mujer. Los del 80, en cambio, tenían otra grandeza, y pese a sus graves errores y naufragios morales, no me parece que buscaban sólo su enriquecimiento personal; muchos de ellos actuaron de buena fe, haciendo lo que creían era lo mejor para la Patria, a la que por lo menos, hicieran que se la respetara en el mundo, y la convirtieron en la nación hegemónica de la región. Si a los argentinos nos pintan todavía hoy como orgullosos y arrogantes, es porque teníamos con qué, y por qué serlo. Por supuesto que la Generación del 80 no dio la grandeza a la nación que sí le dio Rosas, pero preferir al peronismo o a la cretinización generalizada y descastada de la actual caterva gobernante, que mantienen, fermentaron y profundizaron todos los defectos y lo peor de aquella generación, me parece por lo menos, una grave desatención. No señores, aunque no les guste, Roca o Ricchieri no son comparables con un pelele como Bendini; el dúo Fernández no puede ser comparado con Bernardo de Irigoyen, con Pellegrini, o con Roque Sáenz Peña. Cancilleres como Di Tella, Bielsa, o Taiana, no resisten cotejo con Estanislao Zeballos, Luis María Drago o José Terry ¿Alguien prefiere historiadores como Piglia o Lanata, en vez de Saldías o Quesada?. Cierto que estos últimos eran ideológicamente opositores al poder de turno, pero también formaban parte de la denostada Generación del 80, y la existencia de muchos otros como ellos aunque no ejercieran poder efectivo, contribuyeron igualmente a la conformación y grandeza nacional. Por ultimo, las defecciones religiosas que se reprochan a aquellos, ¿en qué polvos se iniciaron? Si casi todos provenían de familias cristianas y de colegios religiosos.
El tema es demasiado complejo como para simplificarlo tanto y decir ligeramente prefiero esto a aquello. Por último, el patriciado, si existió, algún día tenía también que terminar. Si ya no existe la milenaria nobleza europea, (ni en el poder ni en ningún lado) no debe extrañarnos que tampoco queden patricios argentinos. ¿Será el inevitable camino hacia el fin de los tiempos?
Saludos
Gruñón